Sucedió en aquellos Juegos Olímpicos. El griego Ainakis fue el campeón de salto de trampolín desde doce metros, se mostró intratable para sus contrincantes. La italiana Dafne barrió a sus rivales en los cien metros lisos, fue pulverizando en cada serie el récord mundial que ella misma había establecido en la anterior carrera.

Ainakis regresó a Grecia convertido en héroe nacional, incluso la prensa patria le bautizó como el nuevo Hércules. Dafne fue recibida en el Quirinal por el presidente de la Républica, que elogió públicamente las virtudes de la velocista, a quien puso como ejemplo para los jóvenes italianos.

Lo que nadie supo es que Ainakis y Dafne se amaron hasta la extenuación la última noche de aquellas Olimpiadas. Fue algo maravillosamente imprevisto, no se conocían. En aquella cama de la Villa Olímpica Ainakis le confesó a Dafne que había intentado suicidarse varias veces tirándose al vacío pero le había faltado coraje para hacerlo finalmente. Dafne también le confió un secreto a Ainakis, y es que sufría manía persecutoria severa desde el final de su niñez. En aquel revoltijo de pasión y sudores debieron confundirse sus medallas de oro… cada uno se llevó la del otro a su país. Luego, nunca más volvieron a verse, pero sí a recordarse y desearse cada noche de sus vidas mientras acariciaban el oro de la medalla del otro.