Existen algunos sucesos ajenos a lo normal, es decir, donde se dan situaciones de fenómenos paranormales que ocasionan que Bruno Amadio podamos definirlo como un pintor daimónico. Sucede que en las casas donde hay cuadros suyos, comprados o regalados, comienzan a acontecer situaciones extrañas, paradójicas, diablescas, como incendios, psicofonías, muertos que vuelven de la muerte, episodios tenebres más propios de la novela de Mary Shelley o de los relatos de Montagne R. James o de H. P. Lovecraft con sus grimorios en latín, árabe y hebreo, como por ejemplo uno de los que a mí más me apasiona como es el caso del Cultes de Goules del Conde D’Erlette, pseudónimo de Lovecraft tomado de uno de sus mejores lectores, August Derleth.

Amadio pintó prácticamente niños y sobre todo cuando éstos lloraban. Existe la confusión biográfica sobre el posible uso de la pederastia para hacer llorar a los jovencitos y luego pintarlos con toda la patética imagen que ello representa. Leyenda o auténtica biografía -nadie hasta el momento lo ha demostrado-, quizá lo que nos interesa a nosotros es que hiciera de esa forma de transgredir la vida para fruncir zarpas con su manera de entender la pintura. Si alguno de ustedes apuesta por la leyenda de su posible pederastia al momento entenderá al ver a sus niños en lágrimas de lluvias metropolitanas una sexualidad abisal que, en tal caso, sería la que menstruaría en Amadio el sentido irredento de su pintura, que está entre el realismo y el malditismo. Satanás daba la impresión de que había pactado con Amadio para que originara el dolor y lo abrasivo de tal manera que se apoderada del mal como una forma de combatir el mundo que odiaba.

«Satanás daba la impresión de que había pactado con Amadio para que originara el dolor y lo abrasivo de tal manera que se apoderada del mal como una forma de combatir el mundo que odiaba»

Nacido en Venecia en 1911, fue conocido como Angelo Gragolin, Franchot Seville o J. Bragolin, pues con estos nombres firmaba sus cuadros. Tras la Segunda Guerra Mundial, se instaló en España. Los Niños Llorones es su gran obra maestra compuesta por 27 retratos.

Bruno Amadio militó en el fascismo y entabló ocasionantes relaciones con los pintores futuristas, liderados por la ménsula del siempre impulsivo Marinetti, quien dictó su nicotina a partir de la mística del superhombre, inspirada en el poeta D’Annunzio, otro que tal para nevar Italia de fascismo. Yo creo que D’Annunzio, piloto en la Primera Guerra Mundial, se dejó perder un ojo y contraer la alopecia para parecerse a ese follador agresivo que fue Benito Mussolini, quien, por imagen y semejanza al final le concedió funerales de estado y medallones para que se los colgara como el souvenir de la muerte en la calavera de D’Annunzio.

Pero volviendo a Bruno Amadio, regresado del ultraje del totalitarismo, el franquismo le cedió un lugar para que viviera en Sevilla, y más tarde en Madrid. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, como soldado de juguete, cuando se dio cuenta del sufrimiento y de la gravedad de los niños malheridos o hambrientos, los cuales por aquellos campos, pueblos y ciudades devastados lloraban desconsoladamente. No hay nada más triste que ver y oír a un niño llorar. El llanto de una criatura perdida en esta ameba violenta del mundo no es un llanto, sino la constatación de que el hombre es la prótesis y el sinóptico del mal. Esta idea un tanto flageladora del llanto de los niños le condujo a la pintura y a esos retratos donde, quizá gozara Bruno pintándolos, pero lo que puede quedar demostrado es que el orvallo de su propia desesperación interior reproducía una suerte de mezcla entre la perversión y la bienaventuranza del alma humana. Fuego y blancura, purgatorio y candidez, locura y búsqueda de la piedad adquieren en Amadio ese sibilante acceso al mundo dantiano y en general a todos los mundos en que la dialéctica entre luzbel y lo hialino convoca una otredad que a algunos creadores, como es el caso de Amadio, lo engullen hasta vomitar infinitos detritus vitales que quedan aparcados en la conciencia.

«Amadio gozaba con esa especie de satanismo que infligía a sus figuras y con ello devoraba la santidad que supone la infancia para transformarla en resumen de la malicia y la violación de la ingenuidad de los infantes»

Amadio reprodujo estos cuadros en láminas de papel y tablé y tuvo la gran suerte de que su obra se vendiera afanosamente durante la década de los 70 por España e Inglaterra sobre todo, aparte de otros países. Amadio gozaba con esa especie de satanismo que infligía a sus figuras y con ello devoraba la santidad que supone la infancia para transformarla en resumen de la malicia y la violación de la ingenuidad de los infantes. Amadio, saturado de fascio, franquista sevillano, veneciano de crueldad, hostiga la felicidad para cubrir su intenso problema, que no es otro que el de la esquizofrenia del espíritu, que es la más dolorosa que existe, la cual se puede conformar como patología invisible pero carnal y sangre de diabla en el momento justo de transformar todo esto en creación y en inmensa belleza.

Los niños llorones de Amadio no son otra cosa sino su oscuridad y su secreto empírico afinado a partir de la crueldad y la profanación de sufrir ajeno, pues no sólo le basta a Amadio con retratar la angustia de infantes, sino que ese desgarro hace que su estilo y su forma de entender la conexión entre vida y arte traspase el mundo de los vivos hasta alcanzar la resurrección del maleficio.

Bruno Amadio, frustrado por su nula fama como artista, acondicionó un pacto con el Diablo para que sus pinturas tuvieran éxito en la sociedad. Todos esos 27 retratos de los niños llorones que luego fueron comprados por coleccionistas o incluso amarrados a algún museo han tenido detrás toda una historia de extrañas mutaciones entre lo vivo y lo muerto. Quiero decir que algunos dueños de sus cuadros, una vez comprada la obra de arte, han sido testigos de horribles sucesos en sus vidas personales, pues ese pacto goethiano con Lucifer motivó que los niños pintados siguieran lamentándose y clamando al mundo yo intuyo que haciendo uso de la venganza por la injusticia sufrida saliendo del lienzo para continuar con la perra o la rabieta. Ésa fue su manera de seguir haciendo uso incluso con sus voces que quien las creía muertas vivas eran y con razón.

«la venganza por la injusticia sufrida saliendo del lienzo para continuar con la perra o la rabieta. Ésa fue su manera de seguir haciendo uso incluso con sus voces que quien las creía muertas vivas eran y con razón»

Un mundo que maltrata a sus hijos no merece otro acto que la resurrección de la infancia violada por esa crueldad que hoy por hoy, segunda mitad del siglo XXI, sigue existiendo para hacer retorcer de miedo en forma de obra de arte. Pero el arte está en las jaulas del día a día, en los muros, en el hambre, en la gestación del verdadero lucifer como caballero andante en esta tierra ¿Quién teme a Donald Trump?, un suponer.

Queda constatado que un cuadro de Amedio de un niño que vivía en un orfanato, una vez finalizada la pintura, se incendió y acabó con la vida del muchacho que hacía de modelo. Su espíritu pandémico desde esos mismos momentos empezó a habitar el lienzo sin cesar en su destrucción sonora y lastimosa allá donde se posara. Al igual que otros cuadros, como El Grito de Edvard Munch, las obras de Amadio han transcendido el posible hecho pictórico. La gran expresividad y el simbolismo que reflejan, emanada de la sensibilidad del autor influida por acontecimientos sociales del momento, han llevado, como estoy diciendo, a la creación de relatos nocturnos, conversaciones a media luz, leyendas o fábulas, misterios o ese frenesí que nos deja a todos sin aliento y sin manera de hallar razón al terror cuando el arte va más allá de la vida y sobre todo más allá de la muerte.

Los niños llorones son el llanto de toda una humanidad. Más vale nunca, y digo nunca, quemar los cuadros de Bruno Amedio.