En 1925, en aquel París de vanguardias y camareros, Antonin Artaud publicó un libro de poemas titulado “El ombligo de los limbos”, con el componente surrealista como versión del mundo. “Allí donde otros exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu”. Artaud, que venía del frío, no concebía la obra al margen de su vida. Todo en él era biografía, un contarse a sí mismo a través de donde se podía ir más lejos, es decir, de la literatura. Después de recorrer con odio la propia creatividad, “no amo en sí misma a la creación”, lo único que le interesa al poeta del surrealismo es contarse a sí mismo, destrenzar sus interioridades, ya de por sí destrenzadas por el camao de la vida, que golpea como golpeaba Cravan.
El espíritu era un proyecto de ensayo exterior que dependía de una incubación de siglos y que había que ilusionar con palabras quien sabe si inútiles, pero estrepitosas y radiantes, catedralicias, en una bronquitis de pianos, entre el sonido de las lanchas en medio de los charcos. La vida era un brote de lugares comunes puestos al revés de las cosas y había que mirarlos a través del esperpento, antes que el esperpento se hubiera inventado, concibiendo el motor del mundo a partir de la deflagración de los días vivos por el incendio de la sensibilidad, nunca del sentimentalismo. Había que anular el sentimentalismo de las jornadas diarias. Había que rechazar los grandes temas, el amor, el otoño, la luz, el universo, para cantar el impulso del bronce en el ballet, Diáguilev andando como un berberecho. Había que nombrar las pequeñas cosas para engrandecerlas, correr tras un San Bernardo con el azul trasparente, explicarse a uno mismo con la música de Stravinski, o taladrar el azabache con la suciedad de Satie.
El arte, entonces, no perdonaba a nadie, porque no tenía explicación, y, al no poder ser entendible, no tenía excusa ninguna, y sin excusa, no había dolor, o el dolor quedaba tan interiorizado que siempre se hacía visible. Lo visible solo se ve cuando el ver se torna materia, materialismo de roca con estratos de litio, nunca, como digo, sentimentalmente, pues los sentimientos son sólo una cosa burguesa y meramente decadente, una cosa cosita cosucha para hombres con paraguas y mujeres felices. Artaud, en este sentido, fue un gran explicador del dolor, un rentabilizador de la sangre, del pus, del adagio de la melancolía. Artaud era un Verlaine pasado por Cocteau.
En aquellas primeras páginas de aquel primer Antonin Artaud, después de aquellos ingresos en hospitales psiquiátricos, la poesía le arrastraba hacía el espíritu como témpanos del frío y del abandono. Artaud pide perdón por su libertad total. Se niega a hacer diferencias entre cada minuto de sí mismo, pues no acepta su corazón planeado, su quemazón hiriente, su soledad de parlante axiomático. En el fondo disfruta o más bien adolece de una apabullante soledad, la cual está reflejada en el punto más cardinal de sus ojos claros de poeta de vanguardia. Está dispuesto, y así lo expondrá delante de sus camaradas poetas, a acabar con el descubrimiento de su dolor, como con la literatura.
Oseasé, digo que lo que intenta explicar, en su vagabundeo de calles imprecisas, es que el baúl de la memoria y la vida mantiene un punto de fusión que abarca todas las postrimerías, como anunció Quevedo. Lo que procura Artaud es realizar un libro que altere a los hombres, que sea como una puerta abierta que le lleve al lugar al que nadie hubiera consentido ir, tal vez una puerta muy ligada con la realidad, pues, muy en el fondo, Artaud está viviendo en una constatación de contradicciones.
Y éste no es el prefacio de un libro, como tampoco lo son los poemas que indican la lista de todas las furias del malestar. Estamos delante de la androginia de una mirada sin igual, de una estética absolutamente moderna, de un remate de cuerpos vivos y complementados que están procurando el nuevo pulso de la innovación, el escrutinio de la azada más vanguardista, el camino de un poeta que no falla, sino que se está haciendo, que se está ayudando a sí mismo, como hombre herido, como ayer que fue, como hoy que está siendo, un largo juego que a veces cumple con la impertinencia y que molesta al Papa Breton, que se está politizando en su devenir de siglos, en su camino de excomulgaciones. Breton primero excomulga a Soupault y luego al mismo Artaud. No sé si se me entiende. Pero yo sigo, siempre hay que seguir en la escritura aunque sea mala, fea, marítima, negrona o puta.
Artaud, digo, decía, es un hombre inquieto que no sabe pararse, que no entiende la prudencia, el estilo suave, la cámara fija (más adelante se hará actor), la quietud de las piernas, la sabiduría del sentado. En Artaud se cumple el impulso, la inquietud, la neurosis, la búsqueda de fármacos para suavizar la feria que siempre le acompaña, el Molin Rouge que siempre pintó para él Toulouse-Lautrec, la pintura nerviosa de Delaunay, el barbarismo de los ataques epilépticos.
La poesía de Antonin Artaud, digamos, conjuga la constatación de la nervadura de una infancia en crisis con una madurez todavía no conseguida. Entre sus palabras hay algo que se le atraganta, algo que huele a gravedad, a constante peligro, a ayuntamiento con deudas, a proceso de inquisición. Resopla en él un viento carnal y sonoro, dando la imagen de un azufre también muy denso, como un cuadro de Juan Gris.
Después de publicar aquel libro de versos, que más bien era prosa poética, “El ombligo de los limbos”, Antonin Artaud dejó claro que quería profundizar en el enjambre de sus venas a partir de la modernidad, desde el objetivismo de Wittgenstein o el optimismo de un Heidegger, buscando siempre en el lenguaje la luz última de la expresión humana, la descomposición de todos los elementos, la metáfora del Tractatus, el parabién del Ser y el Tiempo, una cercanía a cierto Nietzsche, en su también locura de hombre azacaneado.
Artaud, que pensaba más que hablaba, entrelazó tinieblas con mundos oscuros que le venían de sus espacios hedonistas, de sus encuentros con la vida, de sus enfrentamientos con los argumentos de su propia obra, realizada siempre desde un ego salvaje y puro, argénteo y profundo. No tenía demasiadas razones para morir. No era un poeta suicida, pero se conocía demasiado para no dejar de serlo. En aquellos días del frío de París, cuando todas las cosas parecía que le iban del todo mal, Artaud escribía y se evadía, para calmar su dolor de hombre enfermo, para andar sus propias fronteras andamiadas entre una multitud que ha dejado de existir, porque la mente -esa luz que se apaga cuando se enciende al apagarse- siempre está pernoctando en el limbo de los ombligos. Porque la náusea podía ser tan intensa como el desayuno de los domingos burgueses y el fango de las calles. Porque, si uno se descuidaba un poco, podría penetrarle en los ojos el paso de los modernos automóviles por las calles mojadas en un París todavía antiguo.
Llegar a Montparnasse, a sus cafés, a sus terrazas, a sus crepúsculos de filosofías idílicas, quebraba el viento y erizaba la ropa porque el cuerpo todavía estaba desnudo de medievalismo y venganza. Vivir, entonces, sólo era una suposición, una lejana rutina para hombres sin rutina, que suponían que sólo la vida era una fácil jornada para los poetas malvados como Antonin Artaud, quien se resguardaba del filo de las navajas en sus libros constantes y oscuros, como poeta negro que era, perdido en su animalidad interior, en su frenético mal dolor.
Artaud es la soledad de la tarde, un tris del mundo, pero sin el mundo. Antonin A. tiene toda la vida por delante, pero delante nunca hay vid