En 1920, después de una adolescencia de internamientos en hospitales psiquiátricos, Artaud llega a París decidido a ser escritor. Era la época del París bohemio, del París de las vanguardias artísticas, de las zonas en las que se imponía el basamento de la nueva cultura francesa y europea, los felices años veinte, el champán servido en un zapato de tacón alto, Picasso era un concepto y Modigliani ya había muerto de una tos. Entre el dadaísmo y Louis Aragon se estilaba una etapa que no deja indiferente a nadie. Pero Artaud, sí, había llegado a París.
«Éste va a ser el París de 1920 con el que se encontrará Antonin Artaud una vez regresado desde el sur. un París de absenta y profanación gratuitas, de pintores ebrios y prostitutas baratas, de entradas para Hérédia al Molin Rouge…»
Supeditados a las venganzas del héroe con lenguaje infinitamente etnológico, tanto Michel Leiris como Roger Caillois encontraron en la ciudad de la luz la dificultad de no encontrarse solos, sino en una época de cambios, en la que Coco Chanel no escribía poemas, pero transitaba la disipación con vestidos rectos y cortes a lo garçon. Habían nacido las flapper, mujeres jóvenes que rompían con los cánones de la moda vigente hasta entonces. Llevaban vestidos de flecos, pedrería, ya digo, y acortaban el bajo de las faldas hasta la rodilla. Éste va a ser el París de 1920 con el que se encontrará Antonin Artaud una vez regresado desde el sur. Un París también de bohémien y de bohémienne, donde tiempo atrás Jules Laforgue citara su billete en la estación de los trenes perdidos, o donde Leconte de Lisle mantuviera una larga historia de amor con los cisnes cincelados; un París de absenta y profanación gratuitas, de pintores ebrios y prostitutas baratas, de entradas para Hérédia al Molin Rouge, las odas funambulescas de Banville, el chasquido de la llave en la puerta de la buhardilla de Jean Moréas, quien, cuando veía entrar por la puerta del café a Rubén Darío, decía: “Héla, aquí llega don Luis de Góngora y Argote”.
Éste es el París de antes de 1920, antes de que llegara Antonin Artaud después de una adolescencia de hospitales psiquiátricos -como ya narré en mi anterior capítulo de esta serie que tendrá fin cuando….qué sé yo-. Un pedazo de nervios. Con el barroco de los barrios entre sus ojos de joven enfermo en busca de la fama, una gloria de escritor pobre en medio del vacío, mientras todo, la felicidad, el dinero, la economía, estaba ocurriendo. Los automóviles cruzaban por los Campos Elíseos y los futuristas cantaban las bombillas eléctricas. Los restaurantes estaban llenos de gente con el vermut del domingo y París era una fiesta antes de que Hemingway lo dijera. Artaud andaba un poco desorientado, aunque con casa propia o desapropiada, según se vea. Bartoleaba por las calles con el fulgor de quien está en el meollo de lo aparentemente adecuado, del porvenir, de la esperanza. Había que hacerse un futuro y una consecuencia, cortar el árbol para poder subirse a sus ramas.
Porque toda Transformación debía venir desde la Convulsión.
La belleza debía ser convulsa o no sería. La ciudad era bella como el espanto de los dioses, fría, civilizada, en piel de boxcalf, inmediata, luminaria, nocturna. Artaud empieza a bracear los primeros amigos y sigue escribiendo. París lo acoge como a un naturalista con estilo, como si fuera un Zola antes del caso Dreyfus. Visita museos y acude a exposiciones, en las que se da cuenta que el arte no es que haya cambiado, sino que simplemente ha dejado de ser arte para convertirse en el mundo dentro del mundo: los pintores han tomado la sociedad y la han sociabilizado, la han carnalizado, la han hecho pan, resistencia y boulevard. Las vanguardias han defenestrado la moralina y han dominado la acción de los explosivos.
«Artaud empieza a bracear los primeros amigos y sigue escribiendo. París lo acoge como a un naturalista con estilo, como si fuera un Zola antes del caso Dreyfus»
Tras la Grande Guerre habían sido posible aquellos felices años veinte, aquella Coco Chanel, aquellas flappers, entre el jazz de Nueva Inglaterra acomodándose en los sótanos de Montmartre, y el whisky de los poetas en su extrañeza de lirios, en el amartelamiento del amor de las norteamericanas que venían a París con sus dólares de viejas industrias bajo la amasadura de una lengua que no entendían. El eros pesado que se medía en un tiempo que por unas horas dejaba de existir, mientras Artaud, en un blues sin sueño, sentado en su taburete agotaba el aquí y el ahora de un carpe diem horaciano hasta altas horas de la madrugada hasta amarrarse en el amargor del último alcohol, que es el que peor sienta, cuando todo el mundo se ha ido y piensas que mañana ya no queda ni siquiera el desayuno, sino la tristeza y el arrumbamiento.
Artaud vivió la noche de París en 1920 y en sus posteriores, y se entregó a los paraísos donde el arroyo cae por la cascada, para que el sonido se produzca estridente y las manos parezcan más grandes y más hermosas, porque Baudelaire ya había escrito sobre la artificialidad y el vino y el opio y había que calmar aquella durísima migraña que pinzaba en la frente como una tormenta carnosa de tijeras. El pensamiento se diluye como el agua en la naturaleza mientras se ejerce la presión en las zonas más ocultas donde la biología mantiene a sus animales microbiológicos. Es entonces, sí -me lo han dicho lo que lo vivieron-, cuando se potencian los ejercicios mentales, el momento de la suave deflagración, el desnudo de las ropas, el colapso del ego, la iluminación de las palabras, el color de las vocales, el grito del mudo.
Existían entonces en París verdaderas casas de opio que Artaud visitaba, solo o acompañado, con Miró o sin Miró, por la migraña o sin la migraña, para la rimbaudiana búsqueda del desarreglo de los sentidos. Porque el opio ejercía la resistencia de la enfermedad, el contacto con alguna cosa que lo contemplaba desde dentro, desde su propia creatividad, pieza por pieza, en una larga duración, fluctuando hacia la inmovilidad, con el humo, entre los chinos y las risas, en el segundo tiempo de la vida, cuando todo se detenía, hasta dios, que quizá ya había desaparecido, por culpa de Nietzsche. El opio, sí -porque me lo han contado-, Gérald de Nerval colgado de una verja de la ciudad, en una suicidio de droga más allá de un romanticismo funcionable, Shelley o el láudano y todas aquellas toxicomanías que pulsaban la muerte sin morir antes en un naufragio. La droga como huida, pero como cercanía de cuerpos que se sirven de sí mismos para delatar sus características divinas, sus organigramas humanos, sus transformaciones inexistentes, pues nunca fueron lo que un día dejaron de ser al tomar ese formidable trago de veneno. Antonin Artaud se impuso el propósito se apostarse al mal, que estaba tan bueno.
«Existían entonces en París verdaderas casas de opio que Artaud visitaba, solo o acompañado, con Miró o sin Miró, por la migraña o sin la migraña, para la rimbaudiana búsqueda del desarreglo de los sentidos»
De ese modo transcurrían los días en la ciudad de París, los años, quizá, el tiempo, entreverado de cronistas impacientes, de cubistas análogos, de paisajes con jardines. Una ciudad para el latido del rato de un único corazón, el del poeta, el de Antonin Artaud, vestido de narrador omnisciente, de revolución interior, de problema mágico entre lluvias que no cesan cuando la leyenda se inicia, y así el poeta se iba haciendo un nombre de mentiras o un apellido de verdad, una sentencia justa o una musculatura de principios. Artaud comenzaba a exonerar el espanto entre las horas muertas de los cafés y el vagabundeo santo de las calles dormidas, bajo el último crepúsculo, que ya es la luz de los poetas, cuando el amor ha muerto o las madres han bajado a por los niños, mientras los operarios regresan a sus casas y los obreros toman sus últimas ginebras y se abren los cabarets para que las bailarinas muestren sus piernas de pecado y de últimas metafísicas.
¡Qué olor trae entonces la ciudad cuando cae la noche¡ y Artaud se visita así mismo en su visitación interior. La luz y el mensaje que caen sobre su cabellera dejan de repetir su nombre tal vez porque ya se ha cansado de ser hombre o porque se está empezando a dar cuenta que es el último hombre que queda en la ciudad, vacía de silencios y tranviarios. Es el momento, pues, de volver a casa o seguir pesando los nervios. La ciudad es un clima de luces inmóviles que registran inútiles bellezas en el pódium vencido del día que no se atreve a finalizar. Se trata de resistir. No es posible tanta lujuria. No son posibles tantos fragmentos de uno mismo en la derrota que uno es cuando deja de ser uno mismo. Vivir intentando construirse pedazo a pedazo, vuelco a vuelco, meridianamente, en la verticalidad de los análisis, para que venga el viento a llevarte en la primera esquina que te hizo. No es posible tantos meses hundidos en la garganta, después del ensayo de los callejones románticos, ser, pasar, urdir, canonizar, intentar no cansarse de las manos que todo lo agarran, hasta la soledad, pero darse cuenta que uno está solo, solo en la ciudad, en el mundo, en el jazz, en la guerra, en los parques, entre la economía de los Estados Unidos y los cantantes mudos.