La historia que a continuación voy a narrarte es tan surrealista como terrorífica, tan humana como cruel y tan verídica como irracional. Algo parecido a las historias que nos relataban de niños. Esas en las que una niña era devorada por el lobo o la reina malvada que la maltrataba o la bruja que la torturaba…

No voy a contaros la historia de una tal Noa Pothoven porque ya habeís leído suficiente sobre ella.

¿Qué tal si lo miras desde otro punto de vista? ¿Y si te cuento un cuento? Verás…

«Érase una vez una niña que nació en un país de esos en los que todo el mundo vive feliz. Tan rico y agradable era el lugar que políticos de otros muchos lo ponían como ejemplo de sistema social a imitar. La educación, la sanidad, sus gentes… eran perfectos, hasta las flores de allí tenían los más bellos colores.

Pero la niña era infeliz. Unos ogros malvados la hicieron daño. Lo gritó a los cuatro vientos buscando ayuda incluso lo dejó por escrito en un libro. Sus padres, incapaces de socorrerla también suplicaron a los mandatarios auxilio para su hija. Sin embargo los dirigentes del país perfecto no entendían nada aunque se vieron en la obligación de dar una respuesta.

Entonces el más avispado de todos, le dio varios premios reconociendo lo bien que escribía y mandó llamar a los padres para intentar hacerles comprender que como su hija había muchas personas más. Lo último que oyeron los progenitores de aquellos fue: —pónganse a la cola.

Así que la niña ciega por un cerebro enfermo tomó la decisión final. Llamó a Levenseindekliniek, una clínica donde unos señores que presumían de ayudar a la gente vendrían a su casa y le darían una pastillita con la que sería feliz para siempre.

El país entero lo supo. La niña lo anunció de nuevo. El presidente y sus lacayos se enteraron.

—Mejor no hacer nada. —Dijeron entre ellos. —la ley nos ampara. Nosotros la hemos dicho que a sus diecisiete años no podíamos ayudarla. Tendrá que esperar hasta que cumpla veintiuno. El dinero está para otras cosas, no para construir más manicomios.

—Por supuesto gran jefe. —Asintieron el resto.

—Miraremos para otro lado. No la obligaremos ni a comer ni a beber. Es problema de ella. Haremos como con Aurelia Brouwers.

—¿También grabaremos un reportaje sobre los diez días antes de su muerte para que el pueblo pueda seguirlo como si de un «Gran Hermano» se tratase? —Preguntó el responsable de telecomunicaciones mientras se frotaba las manos saboreando los réditos económicos por publicidad.

—Bueno eso es decisión de la familia. A mí no me molestéis más con historias de locos que supongan gastos para nuestro maravilloso sistema sanitario.

Y colorín colorado, las lagunas legales se zamparon a la niña y solucionaron el problema.

Después de escribir esto me siento triste por partida doble. Por un lado la pobre niña que nadie le ayudó y por otro, me apenan unas gentes que presumen de tener perfectamente regulada la ley de eutanasia