Soñar con no tener que levantarme de la cama. Tapado hasta las orejas. El calor de mi cuerpo hace que esté a gusto sin moverme. Desear que el despertador no esté sonando. Pero lo hace. Suena sin desmayo. Levantarme y pensar que todo vuelve a su sitio. Las oníricas e irreales piezas nocturnas vuelven a encajar. Es la eterna lucha entre la lógica de la mañana y la ilógica del sueño. Salir a la calle. Sentir el frío en la cara. Aspirar fuerte y exhalar el vaho mientras lo observo salir de mi boca. Sonreír. Coger el coche y ver la salida del sol a través de la ventanilla. Empaparme de la oscuridad de la calle de camino a otra maratoniana jornada laboral. Observar la humedad en el brillo del asfalto y las paredes. Mirar las hojas caer y cómo van a reunirse con otras hojas en un rincón cualquiera. En cambio, otras se arremolinan en el suelo mecidas por el viento y se dejan llevar por él. Pensar que soy una de ésas hojas que huye hacia ningún lugar. Pero no. Porque tengo que empezar mi día.
Siento que mi vida empieza justo ahora al salir del trabajo. Mi vida es vida de la puerta de casa hacia dentro. Sonreír acordándome de los míos. A los que voy a ver, si el tráfico de la ciudad lo permite, en menos de una hora. Intento sintonizar en la radio música de verdad. Decido entrar en Spotify y utilizar alguna de mis listas. Tararear alguna canción de Adele o Norah Jones (les pega tanto septiembre. De hecho, son tan de septiembre). Hay gente que es de otoño. Como hay cine otoñal, música, arte y libros, también hay personas que lo son. Le pasaba a la magnífica Amy Winehouse; le pasa a Dean Martin, a los discos crepusculares de Loquillo y le pasará a Michael Bublé. Sigo tarareando alguna canción y, sin poder evitarlo, sonrío.
Al fin, tras este enorme, elástico y febril verano que nunca termina, llega el otoño. Es la época de celebrar los cumpleaños de las personas que más quiero. Celebrar juntos sus cumpleaños me hace ser feliz. Porque soy feliz, inmensamente feliz, al sentir la alegría de mi mujer y mi hijo en sus días. Ver la expectación con que abren sus regalos. La sonrisa que les hace brillar y ser de colores. Siempre esa maravillosa sonrisa. Una sonrisa que me acompaña cada día y que hace que todo ruede cuando algo no va bien. Cuando el trabajo se vuelve gris, agrio y pesado recurro a sus sonrisas almacenadas en mi recuerdo. Esa sonrisa de otoño colorea todo cuanto toca. Hay veces, cuando más oscuro se vuelve todo, que puedo llegar a cerrar los ojos y escuchar sus carcajadas en medio de la vorágine de trabajo, tráfico y discusiones. Entonces, esté donde esté, sonrío.
Esperar que llegue el fin de semana y desayunar un sábado, pausados, tranquilos, juntos. Aguardar la entrada de mi hijo en la cocina y hacer que nos asusta. Entra como un huracán. Exactamente como llegó a nuestras vidas un otoño de hace ya unos años. Revolviendo nuestra calma. Acelerando nuestra vida. Iluminando los grises que difuminaban todo y coloreando nuestro horizonte. Haciéndonos sonreír a cada instante. Dándole sentido a la vida. Desayunar en la cocina con el pie del niño reposando en mi propio pie. Hablando de lo humano y lo divino y preparando la final de Champions que el niño va a disputar dentro de escasas dos horas. Regresar a casa y celebrar la victoria, el empate o la derrota delante de un tazón de chocolate caliente y un bizcocho. Manchar la punta de la nariz de mi hijo con mi dedo lleno de chocolate y sonreír. Sonreímos. Cuando sonríes junto a las personas que quieres el mundo se hace mejor.
Dormitar en el sillón con esa película que haré que veo junto a mi mujer acurrucada a mi lado mientras el niño intenta hacerse con el mando a distancia para poner algún dibujo animado. No nos gusta. Es un telefilme horrible y además no hay nada en la televisión digno de verse. Elegir entre los tres una película de las que tengo reservadas para estas ocasiones y evitar discusiones. Así logramos que regrese la calma a casa. Hacer unas palomitas mientras vemos la película elegida. Responder las preguntas que el niño hace respecto de la película. Sentar al niño a mi lado y mi mujer al otro mientras nos tapamos con una manta. Dejar que pase la tarde.
Cenar algo frugal viendo las noticias y mientras cojo mi libro, me sirvo una copa de whisky con hielo. Leer. Cuando, tras darme un beso y las buenas noches, se van a la cama. En ese momento es cuando leo. Continúo en el sillón de la galería un buen rato más. Mientras la luz de la lámpara ilumina las páginas del libro, cierro los ojos fijando las sonrisas, las palabras y los besos de ese día en mi cerebro y doy un trago largo y pausado. Sentir el whisky bajar por mi garganta. Sus sonrisas. Observarlo al trasluz. Qué sonrisa. Para mí es tan de invierno u otoño el whisky como de verano o primavera. Pero ese color ocre del whisky es absolutamente otoñal. Recuerdo sus sonrisas. Lentamente, con la mirada fija en los imaginarios labios curvándose de mi mujer y mi hijo, se curvan los míos en una amplia sonrisa.
Nos encanta pasear por el jardín del Capricho de Madrid en cualquier época del año. Cada una tiene su encanto. Es absolutamente recomendable para cualquiera. Pero es aún más maravilloso en otoño. En esta época se pueden apreciar todas las tonalidades existentes de color ocre que nos ofrece la naturaleza. Ninguna paleta de ningún pintor puede siquiera soñar con tener tan ingente gama de colores a su disposición. Es magnífico, inabarcable, maravilloso. Me dejo llevar. Intento interiorizarlo todo y almacenarlo dentro de mí. Sentir cómo el frescor de la naturaleza embota mis sentidos. Ver las luces, los brillos, la atmósfera que me abruma y me hace hinchar el pecho de asombro. Apreciar y admirar la belleza del jardín y sonreír embobados los tres. Sí, sonreír. Decir alguna tontería, reír y jugar al pilla pilla con el niño. Dejar que nos atrape y abrazarnos los tres en un abrazo de tres solo para nosotros. Y sonreír. Siempre sonreír. No dejar de sonreír aunque se acerque el invierno.