El problema de la etiqueta es que te la ponen quieras o no. El imbécil tiene que ver una etiqueta colocada en la frente del vecino para saber si es de fiar. España, además, funciona por deducción lógica: si no eres de los míos serás de los otros; si no te aprecio tendré que odiarte. Así hasta la pedrada. Porque en España, país de ignorantes y aprovechados, tiene que haber etiqueta. ¿Si no sé en qué crees, que piensas ni qué sientes cómo voy a saber si me caes bien o mal? Parecen preguntar ahora en cada rincón. Si no puedo catalogarte eres peligroso. Me das miedo. El debate televisivo, antaño serio, hoy se limita a señalar con el dedo a unos y otros para inocular odio y miedo. El miedo, como por desgracia los españoles sabemos muy bien, es el hermano pequeño del odio. El odio, a su vez, es la antesala del enfrentamiento. Si además lo aliñamos con la endémica y cainita envidia espanola, se puede llegar a reeditar una guerra incivil. Al odio se llega mucho más fácil desde la ignorancia. Una ignorancia cuyo germen puede ser la idiotez. Porque una idiotez adquiere enjundia e importancia y, por lo tanto, categoría de verosimilitud, por el número de idiotas que abrazan los dogmas que representa. Y las redes sociales son un inmenso caladero de ignorantes a los que pueden atraer los aprovechados utilizando medias verdades o, directamente, sucias mentiras.

Esa dicotomía conmigo o contra mí impide que podamos reflexionar desapasionadamente sobre cualquier asunto. Del mismo modo se evita que puedas opinar libremente. Pues si tienes una opinión determinada tienes la obligación de pertenecer a la facción correspondiente. En consecuencia tienes que rechazar de plano a la contraria. En este juego de las etiquetas todo es cuadriculado. Solo cabe una opinión y la enfrentada. Si te gusta determinada cosa detestas la contraria. Si te ríes de un chiste, el que sirve de réplica y contrapeso no te puede hacer gracia. Si te gusta Velázquez tienes que aborrecer a Goya; y si admiras a Picasso, lógicamente, reniegas de Antonio López. En un escenario de pensamiento único, cuadriculado y etiquetado es más sencillo saber quién soy y quienes son mis rivales. En un país así no caben los pensamientos abstractos. La abstracción es color y la cuadrícula es blanco y negro.

La abstracción permite que se divida un todo en cada una de sus partes y se analicen por separado reflexionando sobre ellas. Dotando a ese todo de una nueva dimensión. Lo que da lugar a un pensamiento más complejo. A reflexiones más profundas. A llegar a puntos de vista imprevistos. A no comulgar con conclusiones simplistas. A diferenciar las partes de una misma cuestión. A ver cada una de esas partes desde lógicas diferentes. A que ese cambio de perspectivas puedan dar distintas soluciones nada preconcebidas. Porque un coche, desde el punto de vista cuadriculado, siempre será un medio de transporte que sirve para llevarte aquí o allá. En cambio, el punto de vista abstracto nos indicará si es de una u otra marca, color, tamaño y, cada una de esas características nos puede, o no, mostrar una faceta del dueño del coche. Pero si añadimos la variable de la libertad de elección, veremos que no todos los que tienen un coche rojo grande piensan igual.

Nosotros abogamos por colorear la vida; por ser diferentes y complementarios; por sentir de maneras opuestas. Nunca, en nuestro caso, nos han importado las etiquetas. Somos conocidos, de hecho, por tener amigos aquí, allá y acullá. Jamás preguntamos a nadie por sus creencias o ideologías para poder admitirlo en nuestro grupo. Por comportarnos como nuestra lógica nos apuntaba sin formar parte de unos ni de otros. Por sentarnos en una atalaya que nos permitiese decidir lo que nos gustaba de un lugar y de su reverso. Nos ha gustado jugar con la ambigüedad de ser inclasificables. Por tratar igual al bedel que al director. Para lo único que nos han servido las etiquetas ha sido para voltearlas y apuntar en su espalda alguna idea fugaz para escribir algo. Siempre que  la intervención de algún personaje nos ha gustado hemos indagado en sus ideas y creencias y hemos profundizado intentando conocerlo más. Siempre hemos mirado las cosas desde distintos puntos de vista. Nuestro problema, siempre, fue ese: ser inclasificables y, por lo tanto, peligrosos. Nunca estuvimos donde se nos esperaba. Nunca fuimos donde nos llamaron. Nunca dijimos lo adecuado. Nunca agradamos a todos. Nunca fuimos el rebaño.