Hay días en que reflexiono acerca del origen de la literatura. De las historias. De nuestros mitos. De nuestro ser. Cada vez que, pensando en las palabras, cierro los ojos y dejo vagar mi mente, me ocurre lo mismo: veo viajar las palabras hacia un lugar indeterminado dominado por una densa niebla. Puedo intuir lo que hay más allá, pero no saberlo, porque soy incapaz de asomarme. Aunque no es por temor, no se vayan a creer. No tengo miedo a saber.
De hecho, me sumerjo en la densidad de esa niebla y avanzo sin desmayo deseando ver más allá. El frío me abraza encogiendo todo mi ser hasta el tuétano. Al caminar siento desbocarse el corazón dentro de mi pecho. Unas gélidas gotas de sudor caen recorriendo mi espina dorsal. Es el anuncio de la llegada al otro lado. Estoy cerca. Lo presiento. La niebla comienza a disiparse. La luz se abre camino venciéndola en la eterna batalla que libran. Un maravilloso e inhóspito paisaje se adivina más allá del velo nebuloso. Mi inseguro caminar se vuelve más certero y, siempre, cuando echo a correr hacia el nuevo paisaje, un sonido llama mi atención. Miro hacia el origen del sonido y me desvío del camino. Vuelvo a hundirme en la niebla. Estoy perdiéndome en esa densidad. No sé volver. La luz se ha disipado. Detengo mis pasos porque no veo el extremo de mi brazo. No puedo ver más allá. Estoy desolado. Me pierdo de nuevo en la inabarcable niebla.
La reflexión indefectiblemente llega después. Intento hallar la lógica a la infructuosa búsqueda de mi sueño. Escudriño entre mis neuronas por si encontrase el significado de esa vívida escena. Tras muchos rodeos creo dar con él. Imagino que trata de explicar lo inconmensurable que es el origen de nuestras palabras, de nuestras historias. Un origen que, sin duda, está situado en un punto mucho más alejado de las escrituras cuneiformes que tomamos como punto de partida. Al pensar en este origen imagino todas las escenas presididas por una hoguera.
Siempre el fuego. Alrededor del fuego. A su lado, un chamán, envuelto en una densa capa de pieles de todo tipo de animales, tras hacer un ceremonial en honor a las llamas, narra ante un perplejo auditorio una historia. La historia primigenia. De la que manan todas las demás. Lo imagino algo así como un manantial prístino lleno de palabras. El primer esbozo de narración surge de sus cristalinas fuentes. El germen de todas las demás historias que vendrían después. El rugido de palabras que volarán por el viento a lo largo de nuestra historia. Introduciéndose en los microscópicos poros de las rocosas paredes de nuestros primeros hogares. Palabras de las que después florecerán nuestros sentimientos más profundos. Conformando nuestros creencias, mitos y héroes ancestrales. De este modo, fuego, agua, viento y piedra conforman el origen de nuestra historia. Los cuatro elementos que son la base de nuestra propia identidad.
Pensemos que el género homo, diferenciado de sus familiares primates, apareció en la tierra por primera vez hace unos dos millones quinientos mil años. En aquéllos tiempos se unirían en familias o tribus. Su pasatiempo después de la caza, recolección o actividad que hiciesen, probablemente sería escuchar historias alrededor del fuego. Narraciones contadas por aquellos chamanes. Unas narraciones orales que se irían mejorando y dotando de mayor calidad narrativa con el paso del tiempo. Una enorme cantidad de tiempo. Pensemos que tuvieron dos millones cuatrocientos noventa y seis mil años para perfeccionar sus historias antes de que apareciera la escritura cuneiforme hace unos cuatro mil años. No hay que ser muy inteligente para pensar en la cantidad de historias que debieron existir en ese mastodóntico período. Unas historias que se irían entremezclando, fusionando y enriqueciendo unas con otras. Historias de unas u otras tribus en las que, probablemente, camparía el tatarabuelo de Gilgamesh, Romeo, Julieta, Don Quijote y Odiseo, entre otros.
Cuando mis pensamientos transitan estos lugares siempre me inunda una tristeza rancia y dolorosa. La mohosa pérdida se me aparece como un mal sueño una y otra vez. Dejándome un sabor acre en el paladar. Aunque disfrute, con absoluta entrega y pasión, de las novelas que se escriben hoy día; aunque me deje llevar por las emociones que me evocan las narraciones de los maestros de la literatura. El mal sueño emerge. El dolor vuelve a escocerme en el corazón. La tristeza me encoge. Porque me asalta feroz la idea de la cantidad de historias que se habrán quedado olvidadas en forma de ecos insondables. Unas historias contadas por las voces de oscuros chamanes narradas alrededor de aquellos fuegos originales. Una ingente cantidad de historias que no han podido llegar hasta nosotros pero que sí conforman nuestra conciencia original pues de ahí provienen nuestros temores ancestrales y nuestra idea de lo bello.
Llegado a este punto de nuestra triste pérdida siempre imagino que logramos inventar una máquina. Una que fuese capaz de absorber de esas excavaciones arqueológicas las palabras que se fueron hace milenios. Una máquina que nos devuelva las historias primigenias filtradas en los poros de las paredes de lejanas y olvidadas cuevas. Una máquina que inunde nuestros días con la sabiduría que hemos ido perdiendo a lo largo de los siglos. Una máquina que nos devuelva todo aquello que perdimos y que, probablemente, sea irrecuperable. Que permita hacer un viaje de regreso a los orígenes, no ya de nuestras historias, sino de nuestras palabras y, por lo tanto, de nuestra existencia. Lo que significa llegar al núcleo de nosotros mismos. A nuestro yo más primitivo. Imagino esa máquina y sonrío. Cuántas preguntas respondidas y cuantas dudas resueltas habría con esa máquina. Cuánta luz entre tanta tiniebla nos alumbraría. Igual seríamos protagonistas de un nuevo y definitivo siglo de las luces. En el que las dudas de antaño fuesen definitivamente disipadas.
Cada vez que mi pensamiento flota en esas aguas iluminadas por las antedichas dudas disipadas, noto un calor reconfortante en mi pecho. Me veo tirado ahí abajo en la cama. Ahí está mi yo dormido. Lo veo sonreír y comprendo que mi viaje le hizo feliz. Me contemplo un buen rato ahí abajo, tranquilo y tapado hasta las orejas con el edredón, en la cama. De pronto, noto un ahogo y escucho un leve ronquido de mi yo dormido viendo que abro los ojos en blanco. Boqueo como un pez fuera del agua. Sin pensarlo me sumerjo en una espiral de niebla y me precipito sobre mi cuerpo. Me hago una especie de boca a boca y finalmente respiro, ya siendo solo uno, sobresaltado. Siempre me despierto sin recordar lo soñado pero con una pregunta que se repite en mi interior una y otra vez como un eco del pasado: ¿dónde irán las palabras?