Llevo unos años en los que el otoño se ha quedado a vivir junto a mí. Hace tiempo que las hojas de los árboles solo sirven para ser pisadas. El amarillo y el marrón son dos colores maltratados hasta no poder diferenciarlos.
Escribo para no sentir nostalgia de la gran bola de fuego que fueron mis palabras sobre el abanico de papel, tan endeble que se rompió. La noche comenzó aquella tarde y ha continuado hoy en la mañana de mis ojos. Echar la persiana para que la luz no te sorprenda con su no-presencia. Protegerte en tu agujero sin salida. Del que no puedes salir. Ni tampoco quieres. Quitarte la oscuridad vaciándome los ojos.
Mirar para otro lado se me ha dado bien cuando no sabía a donde ir. Las decisiones despistadas son un acierto cuando solo sabes que eres un caos al que le rodea la razón.
Algunas mujeres me señalan con sus pezones escondidos. Tienen la memoria que dejan mis manos frías al abandonarlos. Compruebo con la mirada de los dedos lo imaginado antes con el tacto de los ojos. Umbral mirando por mi piel. Hay sensaciones que se disfrutan a posteriori. La boca me sabe a hielo turgente. Montañas cuyo deshielo forman un lago junto al valle.
La naturaleza se llena de charcos. El suelo se besa con las botas de agua. En la lucha contra los elementos la única victoria es abrazarlos. Solo fui capaz de apagar el fuego cuando me llevaron a la unidad de quemados del hospital para curarme.
Voy en busca del tiempo ganado. Este otoño se me está indigestando más que una magdalena envuelta en papel francés de principios del siglo veinte. Proust no supo salir del otoño continuo en el que escribía.
Me gusta acariciar mis deseos que nacieron muertos. Sentir su corazón parado y su energía malgastada. No esperar nada ayuda a conseguir tus objetivos. Las sorpresas siempre son buenas porque lo contrario es la realidad de las cosas. El beso que te dio aquella mujer que te gustaba se fue con ella y no se quedó en ti. La felicidad siempre se va con su dueña. Hay que estar atentos cuando vemos que se acerca y disimular cuando la tenemos encima. Si sabe que la vamos a tocar se evaporará para no volver nunca de la misma forma. Se disfraza según convenga. Una especie de Mortadelo con más clase, menos sentido del humor y sin ningún atisbo de torpeza.
El otoño es un tebeo de colores ciegos. De trazo quebradizo, la punta del lápiz se rompe en infinitas partes que llenan de borrones la claridad de la hoja en blanco. Los días nublados se repiten al hojear sus páginas. Londres es un color demasiado alegre para convertirse en la ciudad oscura que ven mis ojos. El Big Ben es un reloj de arena del desierto. Un oasis seco y soleado.
No pienso regresar a la realidad de las cuatro estaciones. Una cuya masa es congelada y que secuestró a Vivaldi cuando pretendió cambiar de movimiento. Hay violines cuyas melodías nadan por las aceras mojadas como si fueran ranas. Orquestas croando en los atascos que provoca la lluvia. Tras mi tempestad siempre llega el otoño. La calma es una estación que huyó de mí junto a las otras tres.
Lo que esconde mi cabeza es mejor que lo que se ve desde fuera. Voy camino de la nada. Soy ese mismo camino buscando algo que no se puede encontrar. Lo que no depende de mí es lo que más deseo. Hay algo retorcido en este otoño frío con ganas de alcanzar el invierno. Pero este frío le ha dejado irónicamente congelado en este sitio del que no se puede mover. Hay personas que con su cercanía hacen de este noviembre en bucle una primavera momentánea pero suficiente.
Rozo la respiración del otoño, me gusta tanto que la acaricio, me provoca tanto placer que la agarro y cuando la suelto sale con tanta fuerza que sacude mi pelo hasta despeinarlo en cientos de formas distintas. Mis cabellos toman las mismas direcciones que mis ideas dispersas.
Nos conocemos hasta odiarnos. Matarte sería una solución de entretiempo. Por la mañana, fría como la luz que se cuela por las rendijas de las persianas. Al mediodía, un tentempié que vacía mis tripas, que las agujerea con las ramas desnudas de mis brazos. Las hojas vuelan como cometas agarrados a mis pelos. La tarde es aceptar tu muerte, esconderte en la luz que se va con el apagar de tus ojos y que cuando los abres todo es oscuridad y noche. A veces sudo cuando pienso en tú asesinato, y otras me deja frío como tu cuerpo entumecido.
Puede que me merezca este otoño de edificios feos y agrietados. Grises, contaminados, limpios de detalles que den un poco de belleza al conjunto. Paredes lisas salvo de algún cartel que anuncia que este año tampoco nada cambiará, que todos los años son el mismo año, que este otoño continuo se comerá el invierno con su obesidad y navidad mórbida. Si empezara ahora el año adelgazaría mi tensión y engordaría mi tranquilidad. El otoño no puede evitar el fin de año con su decrepitud. La vejez de la falsa felicidad solo deja soledad y besos con sabor a castaña quemada.
Y cuando otoño llegue a Febrero y cumpla un año más, el frío níveo creará nuevas canas en mi pelo de treintañero que pierde su condición. El sol de invierno las hará brillar y mis ojos se apagarán para soportar su destello. Seré joven mientras el otoño quiera arroparme y me quede en esta cama y nadie me obligue a salir de ella. Un día puse un pie en el suelo y la realidad se congeló en la planta.
Nada más antinatural que un otoño caliente. Un sudor formado de abrigos, chaquetas, jerseys, de camisetas interiores. Siempre me siento desnudo. Dentro de mi hay una epidermis hecha de lana confortable, solo hay que saber rasgar para llegar hasta ella. Su suavidad es invisible como la primavera mentirosa, pero real.
Yo tengo el vicio de dejar las cosas que me provocan un placer que puedo explicar. El otoño inexplicable era interesante cuando su masaje era dado por sus manos invisibles. Su conocimiento me provocó dolor y fracturó mi alma. El dolor es virtuoso en su cometido.
Todo es barro entre los dientes. La lluvia recuperará vuestras sonrisas. Me abrazaré a ese blanco hasta que el invierno nos salve.