España venía de una época de cuarenta cuadriculados años en blanco y negro. Años en que los símbolos de la patria fueron apropiados por un bando determinado. Dejando la idea de que ser patriota era ser fiel a ese bando. Fuimos, y en algunos casos seguimos siendo tan cuadriculados, que, casi cuarenta largos años después, esa idea subyace en nuestra conciencia. Es decir, seguimos creyendo que esos símbolos pertenecen a quienes piensan de determinada manera y, por lo tanto, son aborrecibles y no representan a quien no piensa igual. La realidad es que, ni entonces pertenecían a unos solos, ni ahora les pertenecen solo a ellos. Porque los símbolos, por definición, son de todos, representan a todos y acogen a todos. Su razón de ser es precisamente esa: pertenecer a una pluralidad heterogénea de personas que se agrupan y reconocen a su amparo. De aquellos años en blanco y negro nos llegan ecos de los llantos de quienes, exiliados, tenían que vivir tristemente alejados de su patria. Unos llantos que afortunadamente persisten negro sobre blanco. En los que hablaban de su patria. De su España. A la que añoraban profundamente. A la que lloraban. A la que amaban. Una patria que era tan de ellos como de los que aquí estaban luciendo símbolos. Leyendo cartas, poemas, artículos y demás textos escritos desde el exilio, queda sobradamente demostrado, que el sentimiento patriótico es tan de unos como de otros.
El sentimiento antiespañol no es, pues, inherente a una ideología republicana del país. Ni mucho menos. Como hemos dicho, gentes de todo pelaje político tenían que exiliarse y allende las fronteras lloraban su patria. De hecho, hay republicanos que se sienten profundamente españoles. El anti patriota nace más bien, por el uso reiterativo, tenaz, interesado y grosero que de los símbolos se ha hecho desde aquel bando hasta el uso que hacen ahora personalidades afines. Un uso equivocado, a nuestro juicio, y que provoca la animadversión entre ciudadanos y la división de un país. Hay quienes, ahondando en el error, piensan de un modo completamente distinto a los que se autodenominan patriotas y se sienten profundamente antipatriotas. Llegando incluso a negar la historia, tradiciones y cultura de su país. Para nosotros, estos ignorantes e insensatos son víctimas intelectuales, ya incurables, del uso antedicho de la patria. Porque usar esos símbolos en contraposición a todo lo que nos es distinto, nos ha llevado a la nefasta dicotomía español-antiespañol. Porque, cuando un idioma, cultura, religión, política o símbolo se usa como arma arrojadiza, queda alojada en el subconsciente de unos y otros de distinto modo. Pues bien, habrá quienes los aborrezcan y quienes los amen. Entendemos que, con esa actitud, lejos de conseguir una patria fuerte y cohesionada, hemos ido desconfigurándola y agrandando sus diferencias. Lo que no ayuda a que pretéritas heridas sanen. Aunque tampoco interesa que esas heridas dejen de escocer porque siguen dando rédito político.
Ser patriota hoy implica llevar una pulsera con los colores de la enseña nacional. Lucir bandera en cualquier momento y situación. Pronunciar discursos que ensalcen las bondades de la patria. Aunque sean tan simplonas que se refieran a la gastronomía o el turismo. Repetirlos hasta la saciedad cuando haya ocasión. Podríamos coincidir en esos argumentos sin tener que hacer ningún aspaviento. Ahora bien, el problema viene cuando al usarlos, se ataca al que disiente o discrepa; cuando se tilda de anti al que es distinto solo porque intentar acoger y atraer es sencillamente más complicado que decir no; cuando se entiende la designación de patriota como exclusivamente propia. Aunque estén siendo juzgados por ser los ladrones que expolian cada población en que gobiernan. Por lo que, aunque seamos de los que de verdad aman España, como somos, con toda su diversidad y maravillosa cultura, esta idea interesada de país nos separará de un modo insalvable de algunos de los que hoy se llaman patriotas solo para ver si así, las condenas por los desmanes cometidos, son más laxas.
Pero tampoco una idea de nación puede sustentarse en un detritus histórico falseado a conveniencia de quien redacta la historia. Una patria no debe ser impuesta. Uno no se siente andaluz por contraposición a un vasco, por ejemplo. Uno se siente de un lugar de origen por los afectos que le produce, no por los odios que le inoculan. Nuestra patria, según dijo el clásico, es nuestra infancia. Y tiene razón. Porque esa nostalgia, alegría, cariño y calor es lo que nos configura como personas y lo que queremos trasmitir a nuestros descendientes. Porque es lo que entendemos como bueno. Lo malo, normalmente y salvo una profunda herida de rencor en el corazón, se intenta arrinconar y abandonar a su suerte lejos de nosotros. Una patria es una cultura común porque debe ser del común de los ciudadanos de un lugar. No se debe imponer la ideología o creencia de una mitad a la otra mitad porque ahí es donde surgen los conflictos y las rencillas. Una patria es, pues, cultura común, lengua común, idiosincrasia común y no contraponerse a una parte de la población. Pero menos, cuando se aísla, borra, reescribe, enfrenta, margina, diluye y ofende un patrimonio común en beneficio de una farsa de unos pocos. Menos aún cuando, para provocar ese nacimiento de tu patria, hay que desarraigar y desgajar a una parte de la población saltándose todo el ordenamiento jurídico común y utilizando sibilinamente las normas que se dan para su territorio, población y gentes afines. Los demás son enemigos. Eso es muy peligroso y puede emborronar los colores patrios en un nuevo y feo amanecer en blanco y negro.
En España, mucho sentimiento antipatriótico surge de la idea de que la monarquía, que indudablemente supuso el inicio de la transición, fue una continuidad de la dictadura franquista. Entienden esas personas, por tanto, que el nacimiento de los símbolos constitucionales se produjo en un charco embarrado. Con pútridos lápices no se puede colorear un país, piensan. El color no sale de la negrura, dirán, sino de un inmaculado rayo de luz atravesando un prisma. Un rayo de luz que no debe ser utilizado para cegarnos a todos. Para cegarnos mientras, cual trileros, nos hurtan hasta el bocadillo en nombre de una República o de una Monarquía; o para que, bastardeando normas supranacionales, quieran destrozar nuestra nación; o para sentirnos totalmente desafectados por nuestros símbolos. Por nuestra parte, si España puede ser un muñeco de pimpampún al que se ningunea y se desprecia sin que se hagan cumplir las leyes con la misma rigurosidad y firmeza que a nosotros, nos declaramos ajenos a ese país en el que unos cumplen las normas y otros se las saltan impunemente. Si su bandera, su legalidad, su himno y sus instituciones son usadas como parapeto y escudo tras los que robarnos a todos a manos llenas, desde aquí nos declaramos vehementes antipatriotas de esa patria. Si se insulta la transición que nos ha traído la mejor y más plena democracia de nuestra historia, tendremos que irnos, pues nos declaramos constitucionalistas de convicción y fe.
Si no consiguen hacer de la patria el lugar común de todos, nos declaramos ajenos a todos ustedes. Vaya todo nuestro desprecio a sus rostros. No intenten llamarnos: no estaremos. Son sus sandeces las que nos harán apátridas. Pero tendremos nuestra propia nación, no se vayan a creer. Nuestra patria, o Refugio, se llamará: biblioteca. Nuestra bandera, lista para arder como deben ser todas, tendrá una calavera y un lápiz y una estilográfica negros cruzados sobre un fondo blanco; nuestro himno será: «You can’t judge a book by It’s cover» de Bo Diddley. Las fronteras de nuestra nación las delimitarán los muros de la biblioteca. Que se ubicará en un local provisto de tocadiscos con su amplia colección de vinilos y un mueble bar bien abastecido de bebidas espirituosas. Nuestra constitución será la canción del pirata de Espeonceda. Nuestra oración será la Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos, escrita por Don Francisco de Quevedo a Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares en su valimiento, tan en boga en nuestros días. Nuestra legalidad, por supuesto, será nuestra moral. Nuestro Congreso un tapete y unos naipes y el Senado una mesa de billar. Nuestro documento de identidad nuestra calavera. Y, como decíamos, no queremos saber nada de ninguno de ustedes. Déjennos en paz. Sigan desmigando su magnífico país por intereses peregrinos. Olvídennos. Olviden los ingresos producto de los impuestos religiosamente pagados y expoliados por ustedes. Váyanse a la mierda y si se pierden, vuelvan a buscar. No intenten buscarnos que aquí queremos permanecer alejados de tanta idiotez, de tanta hipocresía, de tanta estafa y de tanto botarate.