Entro en la habitación y ese olor me rodea. El aplomo silente del tiempo acecha mis hombros. Pero su olor. Es un perfume entre agrio y añejo. Lleno de sabiduría y certezas. Alejado de sombras y dudas. El polvo flota por todas partes y antiguas huellas de tiempos mejores se dejan vislumbrar aquí y allá. Una larga mesa, cuyo fin se zambulle en las sombras, divide la estancia en dos. La madera repujada invita al sosiego.
Reflexiones pasadas bailotean entre el espeso aire que encharca mis pulmones. Aspiro profundo. Todo lo que da mi pecho. Me dejo llenar de sus historias y presencias. Me siento observado por años de espera. Risas que brotan del profundo subsuelo frente a taciturnas frases retorcidas como raíces de un hermoso roble que han quedado ancladas a escasos milímetros del mismísimo Lucifer mientras la rama más alta de su copa observa de cerca las vitriólicas imágenes celestiales. En medio, la vida. En medio, yo.
En medio de todo. Porque todo está ahí compendiado. Todo el saber pasado y presente y una leve inferencia de la ignorancia que amenaza con impregnar nuestro futuro. La soledad del todo es como observar las estrellas. Todos sabemos que las respuestas a las más descorazonadoras preguntas están ahí esperando que las encuentre algún avezado aventurero. Alguien con la gallardía, el arrojo y el empuje necesario para dejarse sumergir en el todo. Lanzándose de cabeza a la profundidad de un universo inexpugnable e inexplorado. Un universo que, hace tiempo, comenzó a transitarse pero que lo arduo del esfuerzo hizo que el mundo se dejase mecer por la perezosa desidia y prefiriese morir a oscuras.
Las lágrimas me sobresaltan. Comprendo que ese nuevo Atreyu que tiene que salvar el mundo de fantasía debo ser yo. Pero no me siento fuerte. Solo achacoso y dolorido. Desesperado por la ignota arrogancia del estulto que me habla en el descansillo de mi casa. No, las lágrimas riegan mi espíritu de un ardor vívido y febril. La mística del héroe es saber que puede fracasar. Que, de hecho, al pararse los dados, la jugada que ha salido no es la suya. Que, cuando la rueda del revólver para y aprieta el gatillo lo único que escucha es el disparo desgarrando su cabeza. Porque el héroe no es más que el arrojo. Un enorme peso en mis hombros no deja que yerga mi espalda y fije mis piernas frente a la primera balda. Observo, me abrumo y me encojo. Enloquezco de incapacidad. Grito y pataleo. No esperaba sentir la responsabilidad de todo este intrincado mapa por explorar. Siento mi cabeza explotar. Estoy maquinando, me digo.
Un fulgor repentino hace que desvíe la mirada. El ruido proviene de un pequeño ratoncillo jugueteando con los dados que me hicieron perder segundos antes. Juguetea con ellos al azar. Me mira. Pareciera que sonríe. Vuelve a juguetear. Hasta que los coloca de modo que mi jugada queda boca arriba y entonces una voz atrona la estancia y repite una y otra vez: “he escuchado tu llamada de ayuda y, chico, busca un hueco para vernos porque me mola mucho tu idea”. En ese momento una brisa limpia la inmensa biblioteca y una luz vivificadora y cálida inunda la estancia. Todo es nuevo, a estrenar, y tu mano firme ahí tendida. Me aferro a ella como un náufrago a una tabla salvadora porque es verdad que mola la idea.