«Al amanecer me despertó el peso en el pecho de una rata, o algo parecido. En la rápida transición que va del sueño a la vigilia, antes de recobrar el conocimiento por completo, solté un grito que habría despertado a los muertos. En cualquier caso, desperté a los vivos, y éstos me maldijeron duramente por mi falta de consideración».

Estas frases con las que comienzo el texto no son mías, por eso van entrecomilladas, y están escritas con gracia. Se trata de un párrafo de “La gente del Abismo” del enorme Jack London. El libro trata sobre los meses que este autor se hizo pasar por vagabundo en el Londres de los primeros años del siglo veinte, cuando Inglaterra era la primera potencia económica mundial. La “contradicción” quiso que en su capital los mendigos llenaran de miseria sus calles. Decenas de miles de personas no tenían otra cosa que hacer que vagabundear por sus calles, aprovechar las opciones turísticas que una ciudad tan amable y bonita podía dar. Iban de alternativos, es más, yo diría que fueron los primeros hípsters, y pronto pusieron de moda los locales y lugares a los que iban.

Hace poco, cuando mi insomnio no me deja ver si estoy dormido, cosa que me pasa muy a menudo, puse la televisión para que mis ojos en un acto reflejo se apagasen. Pero puse la 2, sí,  puede que yo también tenga algo de hípster, de “cultureta” con ínfulas de ser un sabelotodo. El documental que estaban poniendo un martes a las dos de la mañana trataba sobre el tiempo de vida que nos pasamos haciendo cola en los diferentes sitios donde está aceptado hacerla.

Había un experto. Es increíble que hoy haya uno para todo. Expertos en contar granos de arena en la playa, en la psicología de pulpos, en maquillar serpientes, en ser un auténtico gilipollas, de esto último, la verdad que hay muchos. Pero yo no tenía conocimiento de que hubiera un experto en el mundo de las colas. Uno que sabe quién fue el impulsor de las mismas, el que les puso las reglas a respetar por los que participan en ella, algo que no parece muy difícil en un principio, pero que estando el ser humano de por medio hace que la complicación surja por sí sola.

«El experto hablaba que en Inglaterra había habido siempre grandes defensores de las colas, y que mientras no se encontrase una manera más eficiente para no tener que esperar por algunos tipos de servicios, era importante respetarlas hasta las últimas consecuencias»

El experto era un señor mayor. Toda una vida dedicada a pensar una manera de no tener que estar perdiendo tiempo de vida, para no llegar a ninguna conclusión. Había perdido el tiempo en la cola de la vida. Vivió en un bucle en el que cada espiral se le colaba para dejarle al final de la fila.

El experto hablaba que en Inglaterra había habido siempre grandes defensores de las colas, y que mientras no se encontrase una manera más eficiente para no tener que esperar por algunos tipos de servicios, era importante respetarlas hasta las últimas consecuencias. La férrea educación inglesa no puede permitirse que sus hijos no respeten el lugar de la gente que llegó antes, sería una falta de respeto hacía su tiempo, que es lo único que poseemos los seres vivos. Quitarle el tiempo a alguien es la mayor muestra de intolerancia, esa podría ser una de las razones por las que matar está mal. Pero no hay que ser tan radicales.

Parece que el que llega primero a los sitios merece una consideración especial, como si ese pequeño esfuerzo, que a veces es puramente casual, mereciera la recompensa del objetivo ansiado. Sentarse en el autobús, que la cajera te cobre los productos lo antes posible para poder llegar a casa cuanto antes a ver Netflix, cuando lo que tendría es que tener prisa por querer hacerle un cunilingus a la mujer que le quiere.

Tener prisa de manera crónica y enfermiza es uno de los males de nuestro tiempo y más cuando queremos ocupar el de mayor calidad en cosas que nos esclavizan y que además no hemos elegido nosotros, sino los publicistas, esos camellos que dan la mejor “merca” este siglo veintiuno.

«Parece que el que llega primero a los sitios merece una consideración especial, como si ese pequeño esfuerzo, que a veces es puramente casual, mereciera la recompensa del objetivo ansiado»

Soy el rey de la dispersión. Estos párrafos anteriores lo demuestran. Pero bueno, siempre acabo llegando a los sitios aunque a veces coja atajos que me hagan tardar un poco más, cuando lo que quiero es perderme en el camino en sí. Empecé hablando de la gran cantidad de vagabundos que había en Londres en los primeros años del siglo pasado, y lo muy de moda que ponían los sitios a los que iban. Esos guiris “malasañeros” y “latineros”, ponían de moda todos los albergues a los que iban. No era raro que ellos solitos organizaran de veinte a treinta colas cada día en busca de un lugar donde comer algo o dormir. Hacer cola para que te den una sopa hecha de desechos que es mejor no saber cuáles, dormir en camas llenas de pulgas y de colchones roídos por las ratas, utilizar como nueva la camisa que se puso tu compañero de fatigas que no consiguió que la cola que hacía mereciera la pena y tuviera que dormir con ella durante varios días. O hacer cola para pagar tus pizzas precocinadas y tus fabadas de lata, y ese vino peleón de tetrabrik que te bebes como agua para olvidar cuanto antes que eres un afortunado comparado con esos guiris modernillos del Londres de los 1900.

Pero lo que me pareció más curioso de ese documental fueron unas imágenes en Londres, donde los denominados antisistema, en una de las revueltas en plena crisis económica mundial, la que empezó en 2008, y que algún año terminará,  empezaron a lanzar piedras y otros objetos contra los cristales de todo tipo de negocios y tiendas. Una vez destrozados, entraban a las tiendas, pero lo hacían de manera organizada. Resultaba curioso ver como guardaban cola y solo entraban al establecimiento en cuestión cuando el que había llegado justo antes que él, salía con lo que había decidido sustraer del local. El que llega antes merece poder elegir, seas ladrón, escritor o profesor. Supongo que esto también tendrá que ver con la famosa puntualidad británica.

El día que salga de mis colas elegidas será un día triste. No quiero el turno. Quiero saber que me atenderéis cuando me toque y me “colaréis” cuando lo necesite.

 

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Mi nombre es Manuel Galvez Giral. Soy de Zaragoza y vivo en Madrid. Me gusta leer y escribir. Necesito leer y escribir. Me gusta aprender de quienes escriben mejor que yo, que por suerte es mucha gente, la mayoría. Sé que pronto publicaré mi primera novela. Lo que no sé es cuando. Quedé finalista del concurso de relatos del barrio de la Guindalera en Madrid hace un par de años. No podía ganar ya que no me había apuntado a los cursos de escritura creativa que organizaba la asociación cultural del barrio. Eran y son de pago. A mí no me gusta pagar para ser timado. He participado en un libro de relatos de autores aragoneses donde cada uno daba su punto de vista sobre cómo ve la tierra donde hemos nacido (Enjambre, editorial Comuniter). Soy zaragocista, y sobre todo me gusta ser merecedor de la confianza que se tiene en mí. No hay santa como la que te lo da todo y no te lo quita.