Yo fui un clown, como queda ya dicho, que deambuló por todo el mundo después de darme cuenta que la vida no era sagrada y que el amor se oscurecía tanto que era necesario escapar de la nutrición de las emociones porque las canciones de las radios sólo me hacían llorar. Estuve en el circo itinerante hasta que cumplí diecisiete años. Luego, harto ya de tanto hacer el payaso, porque la gente no se reía de mi nariz de goma, sino de lo que creían que yo era, es decir, la nada, el absurdo, una inteligencia convertida en trébol, en premio, en mis sonidos guturales, viajé a pie por todo el continente hasta llegar a Alejandría. Yo, mientras descansaba en mi caravana en mi nomadismo de joven hirsuto, junto a la acróbata Nataniel, con la que practiqué toda esa carnalidad cómica que yo era entonces, donde el sexo sólo consistía en una parodia que iba saltando así como la diligencia iba tropezando baches y los agujeros de los caminos, había leído los cuatro libros de “El cuarteto de Alejandría” de Lawrence Durrell, siendo Cloe la que me instó a comprobar que todo lo que ocurría en las novelas podía suceder en la vida real. En esa ciudad, mediterránea como una cultura de la sabiduría, me instalé en una casa sin baño muy cerca de la mezquita de Abbu El Morsi. Entonces empecé a leer todos los libros, de Cavafis, de Ungaretti, de Tawfiq al-Hakeem, toda la literatura grecorromana, toda la filosofía de la Antigüedad. Cavafis me proporcionó el onirismo con que mi vida, la que realmente yo estaba buscando, debía ajustarse al momento imparcial no sólo de ser yo mismo, sino de verter todos los placeres del mundo en un viaje que debía ser inacabable.

Un día, después de visitar las tumbas de El Shabtby, mientras compraba naranjas y pájaros en el puerto desde donde se veía el faro que tantos nombres ha dado a la Historia, un joven se me acercó y me dijo que me invitaba a un té en una de las terrazas de la plaza de Mohammed Alí. Quería jugar conmigo al dominó mientras a la vez deseaba fumar delante de mí una pipa de agua. Le pregunté por su nombre y me dijo que se llamaba Balthazar. Yo, como ya era un Durrell en medio de una guerra que en verdad no estaba ocurriendo, le comenté que tenía nombre de novela, a lo cual él me respondió que su padre había sido íntimo amigo de Durrell y que por eso de ese modo lo había nombrado, como instante ceremonioso del “Cuarteto”. Sin yo esperarlo, al acabar de fumar y ya embriagados por la conversación –en la que a cada momento descubría de qué manera aquel joven clavaba su mirada intensa, oscura, voluptuosa, sobre la mía-, Balthazar me invitó a escuchar música argelina en su casa, que se encontraba muy cerca de la Iglesia Copta de San Marcos. Llegó la noche y con ella lo que yo nunca había pensado que podía ocurrirme y que el viento furioso que entraba por la ventana de aquella habitación tan pequeña como un prensatalas me anunció. Balthazar se acercó a mis labios y me besó. No llovía, pero había una tormenta de ruidos y contraluces que al principio me asustó, pero, cuando sus manos recorrieron mi pecho, me dejé llevar. Al día siguiente, estando yo durmiendo en su cama, vino a despertarme con un mordisco en la oreja. Luego me dijo que me amaba y que no faltaría mucho tiempo para que, en la progresiva sucesión de la acción, yo acabaría enamorándome de él. Me levanté y huí despavorido. No quería volverlo a ver nunca más. Pasaron cinco meses hasta que me lo volví a encontrar en los jardines del Palacio Montazah. Al principio intenté evitarlo, pero Balthazar vino a mí con sus labios de reportaje y volvió a besarme justo cuando yo estaba escondido detrás de unos rosales.

Pasamos tardes inolvidables en mi casa, donde fumábamos hachís y nos amábamos como poetas silbantes, éramos Rimbaud y Verlaine en la rue de un París parnasiano o fabulista de hebras de tabaco. Paseábamos por el puerto y nos bañábamos en el mar para darle algún tipo de significado a nuestros cuerpos, a nuestro time, a nuestra verdadera novela que lentamente estábamos componiendo. Yo, en vez de Balthazar, pasé a llamarlo Justine y a él esa nueva identidad no le incomodó en modo absoluto. Nos refugiábamos en el pilar de Pompeyo para sentenciar aquel amor que había nacido como un poema de Cavafis, quien sabe si como una romanza de roll o de secreto representado. Yo creo que era feliz a su lado, pues había entendido que la vida es el tiempo que pasas luchando contra la muerte mientras ésta te va diciendo precisamente lo que tienes que hacer, por donde tienes que ir, hacia qué conciliación del mundo debes obedecer. Amar, como yo estaba amando a Justine, no era sólo una palabra, ni siquiera Pompeyo mirándonos con sus ojos de otras civilizaciones, en todo caso, el palpitante y esplendoroso momento que se ejecutaba cada día, como un première lugar en el que todo estaba sucediendo, la risa, las carreras, el té, el olor de su cuerpo, la fatiga de la noche, el color de los edificios. Yo amaba a Justine más que a mí mismo, porque era él precisamente quien posibilitaba el hallazgo que yo estaba buscando en mi interior que antes había sido masculino para trasladarse a la femeneidad de todo proceso emocional. Alejandría.

Atrás quedaba mi amor por Isabel, aquella niña escolar en la que yo pretendía haber encontrado la auténtica sinestesia de mi infancia, sometida al escándalo de una revolución que ya no era la mía, mientras se sucedía la Guerra de Vietnam o la invasión de la Bahía de Cochinos. Todo ejercicio de mi politización de entonces había desaparecido ya para siempre, desde que me hice payaso y había resuelto que lo único que es importante en este mundo es desayunar cada amanecida con la constancia de que la felicidad es algo a conseguir. Pero el clown, como digo, que yo era ya no era mi clown, sino el paso de la adolescencia hacia una juventud que debía movilizarse hacia el encanto de las lucernas. Por eso yo viajé a Alejandría, porque la flor de loto siempre es una flor y no una obra de teatro en la que sólo eres personaje, pero nunca hombre.

Ahora el hombre era Justine, con aquellos ojos oscuros que me miraban como si me quisiera emitir todo un mito, la mitología que ambos éramos en aquella lubrificación de los días que se enaltecían como inabarcables, donde el tiempo nunca pasaba, porque todo lo que no se vive en el mismo instante que está sucediendo ya no es tiempo, sino una memoria que ya no es tuya, porque desaparece tras la concesión de lo que eres a lo que fuiste, a lo que se borra, a lo que se mitiga como una teología en conclusiones de campos de concentración. Aquel hedonismo que practicábamos Justine y yo nos cubría de la más pura belleza que jamás yo había alcanzado. Mi lectura de los clásicos me había enseñado que el universo, el dolor, la enfermedad, las guerras, las invasiones, todo ese espectáculo de la Historia se pueden contravenir si uno se implica más en la obsesión que uno mismo es y que debe ser como un mitón por donde salen los dedos para atraparlo todo, todo, hasta la nada.

Un 25 de enero del año que me reservo llegó, con sus patas de caballo, la tragedia, pues estamos cifrados constantemente al arbitrio de los acontecimientos, los cuales pueden ser como la imaginación del Mizar o como un llanto que te rompe de inmediato porque uno nunca controla los motores del mundo, sino que son éstos los que practican sus cualidades necesitarias. Justine, ese día, mientras estábamos fumando hachís detrás de una de las murallas de la fortaleza de Quaitbay, empezó a encontrarse mal –había fumado mucho desde hacía mucho tiempo- y empezó a pensar y a decirme que yo quería acabar con él, que lo estaba siempre persiguiendo, que llevaba en mi cincho del pantalón de tela un cuchillo con el cual yo quería agredirle. Yo, asustado y sin saber muy bien qué decir, intenté calmarlo, pero de repente él huyó en una carrera casi etrusca y desapareció.

Fue por la tarde, mientras yo lo buscaba por todos los lugares de Alejandría –calles, barrios, su casa, la mía, el puerto, cafés, etc.-, cuando, ya en la playa, vi a un cúmulo de gente que rodeaba a un cuerpo muerto. Era Justine, ahogado o ahogada en el mar.

No me fui de Alejandría de inmediato, pues era tanto el dolor que no tenía ni fuerzas para abrir las persianas de la ventana, para que entrara el viento y de ese modo intentar comprender que la vida es ovoide, nunca lineal, que giramos como pavesas del tiempo en un desorden que jamás te permite evadirte de toda restañadura, que siempre te aísla y te acomete como una embarcación cartaginesa. No lloré, sólo seguí leyendo.