Luis Antonio de Villena es un escritor que escribe demasiado, pero lo hace bastante bien. El escritor, el verdadero escritor no es aquel que se crea una profesión desde la literatura, ni siquiera una vocación, sino aquel que permite que lo escrito conforme una verdadera obsesión. A mí me pasa esta enfermedad. La enfermedad de escribir para ir resistiendo a la muerte, al vacío, a la nada. Luis Antonio de Villena es uno de esos enfermos que, desde esa especie de trastorno casi psicótico -la psicosis como estado de ánimo bello y necesario- y una profundísima cultura, va haciendo sus libros como la mantequilla de Holanda. Recuerdo cuando en mi adolescencia leí sus primeros libros de poesía, la antología de Castellet sobre los novísimos, que fue entonces cuando me di cuenta de que aquel veneciano, aquel esteticista, aquel culturalista que era Luis me contagió esa tuberculosis que tose como un poema, mientras a la madrugada yo leía aquellos versos para combatir el insomnio, la noche de los whiskies, la mañana que nunca llegaba. Al alba, ya digo, yo leía a L. A. de V. y me sentía como un galgo al que le queda todavía mucho canódromo por rellenar. “Sublime Solarium”, “Hymnica” o “El viaje a Bizancio” me los leí en dos albadas, mientras esperaba a mi amante, la cual nunca llegaba, porque las amantes nunca llegan cuando uno lee poesía, porque eso asusta, despista y descorazona.

«Nunca releo lo que escribo porque es como una agresión contra mí mismo»

Aquellos versos de Luis Antonio de Villena, ese nombre como de escudo nobiliario que reside sólo en esa preposición: “de”, me llevaron a la escritura, pues la literatura es una luz que va hacia otra luz y de este modo uno va haciéndose poeta, más leyendo que escribiendo, pues sólo de la lectura llega el símbolo, la hoja de papel en blanco, el nudo gordiano de la pôesis que luego te arrastra, te invade y te deja un horario nocturno, donde, desde el sonambulismo, uno va realizándose y construyéndose un estilo que siempre debe virar hacia lo original, hacia lo inédito, hacia lo irreal o, en mi caso, hacia lo incomprendido incluso por mí mismo. Nunca releo lo que escribo porque es como una agresión contra mí mismo, ya que no hay peor vanidad que por intentar baldear la modestia, caer entre los hierbajos de lo egocéntrico, de lo cual tantas veces he sido acusado, aunque necio acusador es el que por juzgar ni siquiera hace posible la libertad bajo fianza.

Luis Antonio es un sonámbulo, como lo era Nerval, que con el tiempo ha adquirido ese estilo propio que supone que un escritor tiene que ser por obligación el escritor que no puede hacer otra cosa que estar siempre escribiendo -si bien los descansos de la oficina puedan derivarse hacia las noches lujosas, taxis con chulos o chicos malos cuya única maldad es no haberse leído a Jean Genet-. Villena no es que sea civilización y una modernidad que quede anquilosada en su epítome de la movida de Tierno Galván, pues uno no puede arrendarse en el pasado sin traspasar esa puerta e ir renovándose a cada momento. Villena, en este sentido, es el Pablo Casado de la poesía madrileña, pero ya le hubiese gustado a Luis conocer a Pablo y darse con él en matrimonio el día del orgullo gay que es el día de hoy. Aún, creo yo, debería intentarlo. Siempre se han dado extrañas parejas: Verlaine y Rimbaud, Pedro Jota y Ágatha Ruíz de la Prada, Umbral y Blanca Andreu y hasta la última zarina y Rasputín, más todos los borbones y todas sus putitas y putitos.

«Considero que no falto a la verdad si consigo tanto afirmarlo como negarlo»

¿Y el dandismo? ¿Acaso Villena es sublime sin interrupción? Considero que no falto a la verdad si consigo tanto afirmarlo como negarlo -para ello casi es mejor que se lea mi ensayo “Luis Antonio de Villena. Un dandy maldito”-, porque la sublimidad no se da en uno tanto en la vida como en la obra, ni siquiera más en la obra que en la vida, por joder y enmarañar la cita de Wilde, sino que uno sólo es sublime cuando se interrumpe, quiero decir, cuando deja de mirarse en el espejo y en vez de observarse el narcisismo se mide el pene por ver si ha crecido algo después de tanta lírica. El wildeanismo de Villena radica en la verosimilitud de ambos personajes, pues, aunque Luis Antonio de V. no se vaya a morir de hambre a París, sí que ha imitado –yo diría que asimilado- a Wilde a partir de ese sentido entre romántico y victoriano que le da a la vida. La vida de Villena siempre ha sido no se sabe si un vivir para la literatura o una literatura en esa obligada ficción entre tormentosa y mimada que es el existir. Hay pocos escritores hoy aquí en esta casa española que se tomen tan en serio la literatura como se la toma Villena, con lo cual está ejercitando una variedad creativa que ya no cabe en los tomos ni en los pergaminos del mester de clerecía, pues su románico sólo se deduce desde el dandismo y de una manera de enfrentarse al mundo a sabiendas de que el mundo no es lo uno ni lo otro, sino lo que se queda en medio tocándose los testículos de cada una de las neuronas así como éstas estén dopadas o simplemente se vayan extinguiendo como se extinguieron los dinosaurios. Villena es el dinosaurio de sí mismo, y eso le engrandece. Qué coño importa que luego acabe en museo como esqueleto o en las necias enciclopedias de la crítica literaria de este país tan lleno de zánganos de colmena, de hideputas, de escritorzuelos mal pagados en las revistas culturales o de bandoleros vendidos a la subvención del Estado. España nunca ha sabido leer bien a sus poetas -a casi todos los ha dejado morir de hambre a lo largo de la Historia, hasta a Cervantes, que más que de hidropesía fue fulminado por la ira de Lope, cuando ambos vivían en la misma calle -hoy León-, Lope follándose sin quitarse el hábito de sacerdote a todas las putidoncellas, entre ellas a Marta de Nevares, ciega, actricilla, bailonga y último coño por donde salió Antonia Clara, y Cervantes intentando acabar el “Persiles”-. Quiero decir que Villena puede morir en el olvido o ser regresado como estatua en la calle Marqués de Paredes según el azar o la maldición de los clubes académicos, pajilleros o próximos a la Corte de Palacio así lo decidan. Un poeta en España depende no tanto de lo que escriba sino de lo que suba el diésel en los diferentes fascismos del destino incierto. A veces, después de hacer el amor con una nigerina, llorando, pienso si España se merece que alguien escriba versos o por el contrario casi es mejor hacerse hacker y desmontar letra por letra toda la base de datos de la Real Academia Española, sobre todo la que tenga que ver con Vargas Llosa, ese señor del Perú que parece ser que deja en desmayo a Isabel Presley tras los orgasmos -es información contrastada-, seguramente como le pasa a todas las filipinas que deciden instalarse en Madrid -lo digo por experiencia propia-.      

«Villena puede morir en el olvido o ser regresado como estatua en la calle Marqués de Paredes según el azar o la maldición de los clubes académicos, pajilleros o próximos a la Corte de Palacio así lo decidan»

Luis Antonio de Villena, en su ensayismo, se ha dedicado a realizar unas fotografías culturales y estéticas de sus filias y de sus mensajeros por correo postal. Le sale bien el ensayo, diría yo que mejor que su novelismo, pues en todo ello prevemos que acude siempre a diseñar un estilo que ya es villeneano, donde la belleza del arte resplandece por todas sus honduras, por toda esa mecanografía que va habitando cada uno con sus héroes, con sus montones de luces encendidas, y de este modo Villena nos explica el dandismo, el sur, el cine de Pasolini o el sida de Jaime Gil de Biedma  como una adosada lección de nombres y contextos, libros y personajes que nacen desde la mitomanía y la metaliteratura, que es donde a mí me gusta estar, pues todo mito le convierte a uno en un lectura no de sí mismo sino en un copyright que quisiera para él mismo, puesto que la historia literaria siempre deja vidas capaces de ser emuladas, transgredidas o verificadas.

«El erotismo como material literario es mejor fingirlo porque de toda ficción nace el realismo»

Villena se encuentra muy cómodo en el dandismo y un malditismo a buenas noches, y es ahí donde hay que buscarlo, leerle la entrepierna y hasta los cuerpos pubescentes de los jovencitos de Tánger. El erotismo como material literario es mejor fingirlo porque de toda ficción nace el realismo -hay tantas vidas ciertas como vidas que a lo mejor pueden ser o no ser adjetivadas-. Pero el mejor adjetivo es el “amarillo”, que ya es el color del semen. El poeta bien puede hacer uso en vez de tinta del esperma o en el caso de ellas del flujo vaginal porque así luego se sabe, con la prueba de laboratorio, si la historia es real o falsa. La literatura acabará haciéndose realísima biografía a través de las pruebas genéticas de esas marcas que permanecen para siempre en el adn de lo muerto, de lo criogenizado, de la última gota de sangre derramada en lo más profundo del ano en donde se produzca o no el orgasmo final. Con o sin patria o bandera. Que se vayan a la mierda las medallas, los premios, las princesas de Asturias, los suecos, las academias, los diccionarios y hasta los ministros de cultura. Cultura sólo es el derecho a la libertad de lo que uno escribe y lo que uno vive. Todo lo demás ya debiera introducirse en la vagina insumisa. Enhorabuena y ánimo, Willy Toledo.