A Lucía la despidieron de su trabajo esta última Nochevieja. Fue el regalo de fin de año que le hicieron en su empresa. Sus jefes, que apenas pasan por el lugar de trabajo, se fiaron de lo que les dijo la típica compañera “trepa” que casi todos tenemos en nuestros trabajos. Lucía trabajaba hasta hace tan pocos días en uno de esos locales que tanto se han puesto de moda en Madrid y que solo sirven cafés de especialidad, es decir, que allí solo puedes ir a tomar café y a algunos de los dulces que ellos preparan. Tienen cafés de distintas procedencias, las más seleccionadas como las mejores y tienen la mejor maquinaria para trabajar con él.

Lucía era y es lo que se llama una barista. Se formó para ello haciendo un curso donde se aprendía toda la cultura del café desde el inicio, los tipos de granos, el tueste, la cantidad justa que necesita cada tipo de café, su mezcla con la leche y su trato si el cliente lo quiere con este líquido, y que los jefes de Lucía demostraron tenerla muy mala. Yo empecé a ir a esa cafetería hace un mes. Siempre me ha gustado el café, pero no soy ningún experto en él. Tampoco lo soy en ninguna otra cosa, pero eso ahora no es importante que lo explique. En mi vida he dado demasiadas muestras de mi incapacidad para intentar hacer las cosas de una manera notable, por tanto menos de una forma sobresaliente.

Los primeros recuerdos que tengo del local es entrar y sentir como una bocanada de aire caliente enrojecía mi cara, y hacía que me quitara la chaqueta lo más rápido que podía. Me recordaba a cuando era pequeño e iba con mi madre al Corte Inglés y sufría el infierno en mis carnes durante unos leves y nunca mejor dicho, eternos segundos. Mi madre me arropaba como si salir a las calles madrileñas fuera a hacerlo en Siberia. Me ponía un odioso gorro, una bufanda de lana gorda, el abrigo, el jersey,  la camisa y al fin, la “vintage” camiseta interior. Pocas cosas más estúpidas que ir a una sauna vestido hasta los ojos. Las primeras veces que pasé por el local sin entrar, me extrañaba que las puertas estuvieran abiertas de par en par, a principios de diciembre como estábamos. Luego lo entendí muy rápido.

Pero el verdadero calor lo iba a sufrir mi alma. Me gusta hacer muchas cosas solo, aunque me considero una persona sociable, a veces incluso por encima de mis posibilidades. Disfruto de mi soledad elegida de la misma manera que me gusta estar con mi gente. Y en esta frase los matices son más importantes que nunca. El día que decidí entrar a la cafetería, llevaba los auriculares puestos como siempre que voy solo. Como no soy un mal educado y además me gusta hacerme entender con quién hablo, me los quité para que la chica que me iba a atender pudiera saber qué es lo que quería tomar. Todavía estaba “colorado” por ese fuego de la entrada que casi pone mi pelo en llamas. Aquella chica era Lucía, la persona más interesante que iba a conocer ese año. Es curioso decir eso, cuando estábamos en diciembre, y ya habían pasado por lo tanto once tediosos meses. También es peculiar hablar de esto como una cosa que pasó el año pasado, cuando son cosas que pasaron hasta hace cinco días, y además de manera literal. Le pedí un café con leche, nunca he sido un “modernito” que va de enterado. Ella me respondió: “Vale, así que lo que quieres es un latte”, yo le contesté que sí y esperé a que me lo preparara. Me senté en una de las dos sillas que tiene la mesa alta situada enfrente de donde se piden los cafés y esperé mientras volvía a colocarme los auriculares para aislarme en mi mundo de sonidos propios.

La música dejó de sonar en mis oídos, había una melodía exterior que hacía que permanecer con los cascos puestos, taponara el sonido. Ver como Lucía preparaba el café era como estar en un concierto de música clásica. Puro virtuosismo. Dedos de pianista al seleccionar el grano y molerlo. Batuta de directora de orquesta al medir la cantidad exacta de café que necesita la dosis. Primera violinista cuando la leche cae melodiosamente sobre el café formando una sonata en su justa “amargura”. Parecía una científica en la búsqueda de la dosis exacta necesaria para crear una vacuna contra una enfermedad, pero en vez de una bata blanca, ella la sustituía por un delantal marrón.

Ese primer día no hablamos nada, pero yo sí que la escuché a ella. Si, a veces me pongo los auriculares y no estoy escuchando nada. Lo hago las veces que me parece que hay una conversación interesante cerca de mí. Llevar los cascos hace que esas personas se sientan seguras y sigan con su conversación pensando que la persona que tienen cerca no las está oyendo. Se relajan y hablan con las palabras que realmente quieren utilizar. Yo es precisamente lo que hago cuando escribo, pienso que nadie me va a leer y que si lo hacen, lo harán con los cascos puestos y así no profundizarán en lo que digo. Aunque tengo que decir, que ese era un truco que utilizaba antes, cuando desnudarme delante de la hoja en blanco aún me era difícil. Lo que siempre he tenido claro, es que siempre que escribiera tenía que hacerlo, lo de desnudarme, digo. Lucía hablaba con un cliente y le decía que era politóloga, estaban hablando sobre la situación política de alguna parte del mundo que ahora no recuerdo, pero de lo que si me acuerdo es la pasión que ponía en sus comentarios, eso sí, siempre desde el respeto y escuchando a la otra persona. Era vehemente en su forma de decir las cosas, enfática, las palabras parecían que dolían cuando salían de sus labios, su empatía estaba hecha a cañonazos de su propia piel. Lucía se despellejaba en cada frase, sentía tanto cada cosa que decía, que le vi el corazón un día que abrió mucho la boca para hablar.

Al tercer día resucité. Mi muerte se debía a mi ensimismamiento de serie mezclado con la personalidad tan atrayente de Lucía. Al principio siempre me paraliza la autenticidad, pero luego no puedo parar de querer abrazarla y de tenerla cerca. Cada día íbamos hablando más. Filosofábamos sobre cualquier tema, política, música, la sociedad, la felicidad, el futuro, etc. La pasión que ponía, su apetito voraz en cada conversación, hacía que se la comiera y te dejara con hambre de querer otras. Defendía su opinión con firmeza, desde sus conocimientos y experiencias, pero siempre escuchaba, una cosa que valoro mucho en las personas que creo inteligentes, y que cuando no lo hacen, me doy cuenta de que no lo son tanto.

Pero su firmeza no estaba reñida con su sensibilidad. No le importaba mostrarme sus tristezas o inseguridades, las personas auténticas nunca tienen miedo de hacerlo. Sus anhelos, sus deseos de libertad, de no verse maniatada por un mundo que nos lleva al esclavismo y que más lo somos cuanto más creemos que somos libres. Lucía siempre era detallista conmigo, ya fuera en forma de servirme un café con un mimo puramente artesanal o invitarme a una de esas galletas caseras que me ofrecía con tanto cariño. Pero me gustaba lo observadora que era, se fijaba en mí cuando pensaba que yo no la estaba mirando, el cazador cazado, pero yo soy una presa fácil si quien me caza me mira como me miraba Lucía. Entonces era cuando me preguntaba cómo estaba, sobre todo lo hacía cuando sabía que estaba mal, cansado o tenía un día melancólico, su sensibilidad tenía un radar que nunca fallaba.

Un día le dije que colaboraba en The Citizen, y que me había encantado la entrevista que le había hecho David Vicente a Luisgé Martín, por su último libro, “El mundo feliz. Apología de la vida falsa”. Precisamente ese día llevaba el libro porque yo ya lo estaba leyendo cuando apareció la entrevista y le dije que me estaba encantando y que cuando lo terminase se lo dejaría porque creía que le podía interesar. A los pocos días de dejárselo, me lo devolvió y se había comprado otro para regalárselo a su padre. Me pediste si era posible que pudiera conseguir que el autor se lo dedicara y le dije que lo intentaría. David fue muy amable conmigo y me puso en contacto con Luisgé en cuanto pudo, que fue igual de amable y te lo dedicó encantado, haciendo un alto en su trabajo en una oficina de la calle Velázquez. La cara que pusiste cuando viste que mi ejemplar lo había dedicado con tu nombre mereció y compensó todos mis malos momentos que estaba teniendo en el año que acaba de terminar.

La frase que más se repite en ese libro es que “la  vida es, en su esencia,  un sumidero de mierda o un acto ridículo”. El despido que has sufrido demuestra lo primero, pero conocerte habrá podido ser  cualquier cosa menos ridícula. Qué una compañera del otro turno tenga aires de grandeza y haya querido ir de “encargada” diciéndote que había cosas de tú trabajo que no estaban bien hechas, es la demostración de que la gente le da mucha importancia a la parte de la vida que no la tiene. Tú defendiste tú turno desde la fortaleza que da el saber qué haces las cosas bien. Esa fortaleza fue tomada como mala actitud por su parte y luego fue la que justificaron tus jefes para despedirte.  El trabajo dignificará el día que desaparezca. Y que te lo diga precisamente a ti, que tenías a los clientes encantados, por tu esmero y dedicación, por la labor didáctica cuando explicabas como se hacía cada café y de qué estaba compuesto y lo bien que te llevabas con tu compañero de turno. Vamos a ser muchos clientes los que te van a echar de menos, pero yo tengo la suerte de que un día me diste un papelito con tu teléfono y tu correo electrónico, y menos mal que lo hiciste. Si llego a ir a la cafetería y me entero de que no voy a volver a verte, el café sí que se hubiera convertido en una bebida amarga.

Ahora empieza un año nuevo y tomar café para mí va a ser algo distinto. Buscaré a mi chica del café y no estará donde siempre sabía que la iba a encontrar. Seguiremos tomando “manolitos”, pero ahora será donde queramos nosotros.

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Mi nombre es Manuel Galvez Giral. Soy de Zaragoza y vivo en Madrid. Me gusta leer y escribir. Necesito leer y escribir. Me gusta aprender de quienes escriben mejor que yo, que por suerte es mucha gente, la mayoría. Sé que pronto publicaré mi primera novela. Lo que no sé es cuando. Quedé finalista del concurso de relatos del barrio de la Guindalera en Madrid hace un par de años. No podía ganar ya que no me había apuntado a los cursos de escritura creativa que organizaba la asociación cultural del barrio. Eran y son de pago. A mí no me gusta pagar para ser timado. He participado en un libro de relatos de autores aragoneses donde cada uno daba su punto de vista sobre cómo ve la tierra donde hemos nacido (Enjambre, editorial Comuniter). Soy zaragocista, y sobre todo me gusta ser merecedor de la confianza que se tiene en mí. No hay santa como la que te lo da todo y no te lo quita.