El tablero del asiento de la silla en que unos segundos antes había estado apoyado el trasero del alumno no entendía nada. Se hacía cruces. Qué narices habrá pasado, se preguntaba, para que esté ocurriendo todo este alboroto. Lo cierto es que, inmerso en este pensamiento estaba cuando, sin previo aviso, vio acercarse la suela de un zapato que, a ojo, quizá fuese del número cuarenta y cinco. Miró al pupitre y éste se encogió de hombros mientras se reía a mandíbula batiente. Mira alrededor, dijo el asiento con un gruñido, mira a ver qué está ocurriendo. Es que no veo nada, respondió el pupitre. Negando con la cabeza. Nada. Se nota el ambiente muy triste y extraño, pero nada.
Soportando a duras penas el peso del muchacho, el tablero del asiento de la silla miraba con cara de enfado al pupitre. Hasta que sobre él notó un movimiento y vio cómo el otro pie del muchacho se acercaba hacia un despistado pupitre. Intentó contenerse la risa cuando vio que el pupitre se sorprendía al notar un pie sobre él. Se posó con firmeza y el otro pie fue a la zaga para asentarse sobre un pupitre que no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Hubo un grito que desgarró la triste atmósfera solicitando al alumno que se bajara de ahí arriba. Lo que esa voz obtuvo a modo de respuesta fue un firme y poderoso: ¡Oh, capitán, mi capitán!
La misma escena se reprodujo en cada uno de los pupitres que poblaban el aula. Todos ellos sorprendidos y molestos escucharon cómo desde encima de ellos era coreado ese magnífico grito de guerra por los alumnos que sostenían. No entendían qué estaba ocurriendo. Nadie pudo saber nada. Pero, claro, ellos no habían podido salir del aula. Vivían ahí dentro. No podían moverse. Eran conscientes del año que corría, que era el de 1959, en Estados Unidos, concretamente en Vermont y para una mayor concreción en la prestigiosa Academia Welton. Una estricta academia para chicos que hacía que tanto los pupitres como los asientos que había dentro sintieran un malsano orgullo por la pertenencia a la élite. Los mejores traseros de este país se han posado sobre mí, decían orgullosos y desafiantes los asientos, mientras los pupitres reían.
Sabían que algo extraño había ocurrido cuando el señor Keating, el sustituto del profesor de literatura, en la presentación de los alumnos, los había sacado del aula. Pudieron escuchar desde lejos cómo enseñaba a sus alumnos algunas fotografías de antiguos alumnos, probablemente ya muertos, y cómo les hablaba con pasión del poema que Walt Whitman dedicó a Abraham Lincoln, titulado: ¡Oh capitán, mi capitán! Después, entre el asombro de la clase, les pide que se acerquen a la antigua orla que están mirando. El ínclito profesor entonces les dice que tienen que aprovechar la vida, sacarle todo el jugo, y les enseña el significado de la expresión latina: Carpe Diem. Que significa algo así como aprovecha el momento.
Un grupo de alumnos se sentirán irremediablemente unidos a las aficiones del profesor Keating y éste les influirá con tal vehemencia que les convierte en sus discípulos aventajados. Se autodenominarán, tomando el nombre del grupo de alumnos que formaba el propio Keating cuando estudió en Welton, “El club de los poetas muertos” y empiezan a reunirse para leer poesía, beber, fumar, quedar con chicas fuera de la academia, y empezar a vivir. En definitiva, se trata de eso, porque si hay algo que a través de esos alumnos logra el profesor, es enseñarnos la importancia de vivir escuchándonos. Luchar por nuestro lugar en el mundo y hacer lo posible por satisfacer nuestros intereses sin molestar al de al lado.
Así, ese club de los poetas muertos, se reunían en secreto, como un grupo “underground” porque, si la dirección del colegio se enterase de lo que estaba ocurriendo y las actividades que llevaban a cabo, los expulsaría sin miramientos. Todo se precipitará cuando uno de esos alumnos se enfrenta a sus padres porque su ambición es ser actor de teatro y en la compañía están preparando la obra “El sueño de una noche de verano” de William Shakespeare. Ese enfrentamiento desembocará en una espiral de acontecimientos que darán con los huesos del profesor en la calle por inocular esas ideas en los muchachos. Expulsado, el profesor Keating se marcha del aula casi sin poder despedirse de sus alumnos.
Es en ese momento, precisamente, en el que nos encontramos: el instante en que los chicos están con lágrimas en los ojos subidos en unos sorprendidos pupitres. El momento en que el profesor Keating, que había pasado unos segundos antes a recoger sus cosas del aula, se dispone a marchar apremiado por el director. El instante inmediatamente después de escuchar el imperativo gruñido del director pidiendo a los alumnos que se bajasen de los pupitres. Un segundo después se escuchará el grito desgarrador y amenazante de ese grupo de jóvenes que arrastran al resto de la clase, logrando que todos ellos se suban en sus mesas para gritar: “Oh capitán, mi capitán”. En ese momento, los pupitres y sus asientos borran sus sonrisas y miran hacia una inconsolable puerta a cuyo pomo se aferra el profesor Keating, que se da la vuelta hacia sus alumnos y les dice: “Gracias, muchachos, muchas gracias” para marcharse después cerrando la puerta. Justo en ese instante, los pupitres de Welton se sintieron muy desgraciados.