Le gustaba firmar Émil y eligió el francés para escribir, porque el inglés sólo queda bien en la música pop y en el sexo oral. Si Lennon hubiera cantado en francés, se hubiera dedicado a la poesía barroca. Nació Émile Nelligan el 24 de diciembre de 1879, en Montreal, cuando Canadá sólo era una cosa de lagos y de cisnes patinando por el hielo. Montreal es un buen sitio para escribir, pero es mejor para cazar osos y taladrar árboles con una motosierra. Yo, cuando estuve en Montreal, lo primero que hice fue ir a ver a mi amigo Iran Plata, pintor cubano que conocí en La Habana por la década de los 90 y del cual me traje -también de otros pintores- un huevo de cuadros, creo que más de la treintena, de grandes dimensiones los más, enrollados como papiros del Mar Muerto. Ya en Palma le hice un libro a Iran que lleva por título “Iran Plata. La pintura futursurrealista. Ensayo escrito desde Montreal” Editorial Voces de Hoy, 2013, Miami, Florida, EEUU. Recuerdo que Iran estaba muy cambiado desde aquel tiempo en que por vez primera fui a Cuba -era la crisis de los balseros- para comprar pintura a 3 dólares el lienzo, para escuchar a Fidel -en el Malecón echó un discurso de 3 horas el tío- y para fornicar negras, mulatas y otras razas que no fueran jineteras. De ahí me salió una novia: Betty, un amor de la Habana que duró tres años. Yo había empezado a escribir a los 16 años poemas de amor y de cada uno de mis viajes salía un amor y, por consecuencia, un libro de poemas.

Émil también empezó a escribir a los 16 años y tenía un rostro bello, como el de Radiguet o como el de Rimbaud. Los poetas de 16 años acostumbran a ser hermosos -menos yo, claro-, porque de otra manera no sale la poesía, pues ésta parte desde la belleza, el espejo y el dandismo. Si no hay dandi a los 16 no habrá estilo en la pluma ni en la ropa oscura o amarilla. Todo poeta joven debe vivir el dandismo, aunque sea por unos días, por ver qué pasa, pues lo dandi sobreviene cuando uno se cree poeta, pero antes se siente bello mientras vive o muere frente al espejo –Baudelaire-. Émil Nelligan fue un adolescente de cabellera negra, despeinada, colosal, con ondas a lo Maurice Rollinat, ojos que desprendían aquelarres y una boca triste como en ese intento de dandismo que practicó durante unos días, como digo. Un dandi siempre debe estar triste, sino se convierte de facto en un fáquir, un clown o, lo que es peor, en una mierda.

«Un dandi siempre debe estar triste, sino se convierte de facto en un fáquir, un clown o, lo que es peor, en una mierda»

Yo quise ser también un dandi, pero, como recuerda Diego Medrano en su inconmensurable libro “Llévate el paraguas por si llueve. La soledad habitada en Madrid”, Editorial Doña Tecla, 2017, se ve que un día se encontró con un alto mando en RTVE, Juan Antonio Tirado, quien le dijo sobre mi persona: “¡Tienes que leerlo¡ ¡Es el último quinqui vestido por Pierre Cardin”. Uno ya se va acostumbrando a las etiquetas. El escritor es una náyade a la que etiquetan según el libro, la vida, la jodienda, el éxito o el fracaso. Entre la jodienda y el fracaso, reconozco que pude cambar mi vida, o tal vez no, quién sabe.

Decía que el dandi siempre debe dar la tarjeta postal, el paseo romántico, siempre lento y con las manos sobre la espalda, el vestido aparatoso y amarillo y los ojos siempre mirando hacia la nada, hacia la soledad, hacia la lejanía, pues el poeta joven siempre se enfrenta al vacío, al tedio o a unas épocas lejanas en las cuales el dandi se encuentra como más vivo, más histórico y más mañanero.

«Entre la jodienda y el fracaso, reconozco que pude cambar mi vida, o tal vez no, quién sabe»

Émil Nelligan abandonó sus estudios en el Monte Santo-Louis y se dedicó a aprender poesía en la Escuela literaria de Montreal, donde contactó con gente de las letras rojizas no tan graves ni tan elocuentes ni tan ingeniosos como él. Émil recitaba a lo verité y ello le ocasionó ovaciones entre un público quebecquense que no sabía mucho de poesía, pero al que le gustaba calentarse las manos por culpa del frío y por aquella voz grave a lo Dylan Thomas de Émil. Émil Nelligan escribe: “¡Estoy alegre! ¡Estoy alegre! ¡Viva el vino y el Arte!…/ Tengo el sueño de hacer también unos versos célebres, / Versos que gimen las músicas fúnebres / De los vientos de otoño que pasan lejos en la niebla”. Nelligan disipa, bebe y triunfa, y así es como se cree poeta para una juventud en donde el poeta ya se siente maduro, pero la poesía siempre debe escribirse desde la juventud, porque es el momento en que más se sufre, más se siente, menos se comprende y más huecos hay entre palo y palo. La juventud es un trámite, ya lo he dicho en otra fotografía, pero ese tránsito debe ser apasionado o delirante, desarreglado o veneciano, algo inútil para la vida, pero talentoso para la obra. Émil Nelligan quizá no tenía excesivo talento, pero su vida, el correr de su vida, le abrasará la biografía y penetrará en ese cuarto trastero que es el malditismo -etiqueta que yo también tuve que padecer, aunque ahora ya estoy recuperado, pues estoy en la burguesía pedante, pues me ducho cada mañana, como bistecs y tengo una cama grande con colchón Pikolín en donde dormir. Eso ya es la burguesía que ahora Pablito Casado, este tontorrabos de los máster, quiere cargarse, el muy joputa.

«Nelligan se convierte en maldito porque deja de escribir pronto y porque le acuden los trastornos mentales. Un poeta enfermo vende más que un poeta con monedero y barba de recién peluquería»

Nelligan se convierte en maldito porque deja de escribir pronto y porque le acuden los trastornos mentales. Un poeta enfermo vende más que un poeta con monedero y barba de recién peluquería. Todos los poetas enfermos siempre han dado esa laxitud, esa lentitud, ese abandono que precisa la literatura, pues no hay sueño sino más allá de la locura y tan cerca de la infamia. El poeta infame ya es el poeta enfermo, porque la vida no es noble con él, ni le sacraliza las mañanas ni las atardecidas, ni siquiera puede amar porque los locos no aman sólo desean. Émil Nelligan deseó tanto que en un instante, quizá dos declinó hacia la decadencia. Todo poeta pronostica su acabamiento cuando cae en los buques de lo oculto, de lo oscuro, de lo tormentoso. El poeta enfermo sabe que lo está y a veces es la misma enfermedad la que lo contrae hacia el malditismo. Todo malditismo puede provenir de ese descenso al Hades, del Purgatorio o del Infierno directamente. Estoy releyendo “La Divina Comedia” y mi dantismo se concentra en una frase de Jorge Luis Borges sobre Dante: “En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierda las otras; no así por el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido” o “Un libro es las palabras que lo componen”. Ah, yo busco a mi Beatriz como Dante buscaba su paraíso o como Nelligan se amaba a sí mismo.  “En seguida volví mis ojos a los ojos de mi Belleza”, dice el Dante.

Lo maldito, lo dantesco, es donde ya no queda nada, sólo misterio y brumas, sombras de un sueño punzante del cual ya será muy difícil escapar. Dijo É. Nelligan: “¿Qué permanece de él en la tormenta breve? / ¿Que pasó a ser mi corazón, buque abandonado?  / ¡Inevitablemente, él se hundió en el abismo del Sueño!”. Después de su exultante triunfo como poeta, a Émile Nelligan le sobreviene el delirio, las alucinaciones, como una videncia de Rimbaud, pero más exacta, más perpleja, más radiante. La alucinación como una forma más del desarreglo de los sentidos, pero sin el desarreglo, sólo por culpa del trastorno mental. Toda toxicidad puede albergar la más hermosa de las pasiones, que ya es el escribir. Cuando alguien produce un trastorno, la vida se eclipsa como un teatro de títeres en donde el hombre deja de serlo para pasar a formar parte del abismo, de la neurosis, de la locura.  Pero bella es la locura si por locura entendemos el idioma relampagueante del yo dentro del Otro.

«Cuando alguien produce un trastorno, la vida se eclipsa como un teatro de títeres en donde el hombre deja de serlo para pasar a formar parte del abismo, de la neurosis, de la locura.  Pero bella es la locura si por locura entendemos el idioma relampagueante del yo dentro del Otro»

Siendo joven todavía, Émile Nelligan sufrió esquizofrenia, como Gérald de Nerval, como Maupassant, como Zelda Sayre Fitzegarld, Goran Bregovic, como Ulises, Ayax, las hijas de Proteos, el Rey de Argos, Hércules. La enfermedad puede con poetas, músicos, pintores, pero también con la mitología, pues desde el mito se atribuyen las cualidades del hombre y son los mitos los que hallados ya en la humanidad padecen esas psicosis tan ardientes y deformadoras de la realidad. Émile Nelligan fue uno de ellos, poseído cual sentido daimónico por la paranoia y los síntomas esquizoides, igual que Tiberio, Nerón, Calígula, Carlos VI de Francia, Enrique VI, Jorge III. La esquizofrénica permite escuchar voces que vienen del fondo de lo hondo, de la nada cuando es el todo, de las imágenes que se visualizan y que insertan en el enfermo con el objetivo de que realice alguna acción, normalmente violenta o trágica, lo cual ya denota su más amplia lucidez. La proximidad entre el arte, el genio creador y la patología mental ha constituido un constante aviso de fascinación. Ya Platón consideraba la manía como una facultad para crear y para convivir con la exaltación del alma y toda su belleza convulsa. “Siendo así que todo lo que es grande es locura”, escribió Fedro. Y Ambrose Bierce sentenció: “Todos son locos, pero el que analiza su locura, es llamado filósofo.

En 1811, Benjamin Rush habló sobre ese espacio de liberación con que se mantiene la locura: “Por razón de la exaltación prenatural, que no enfermedad, de una parte del cerebro, la conciencia adquiere no sólo una fuerza y una agudeza inusuales, sino que además descubre en sí dotes de las que nunca antes había dado muestra”. Toda patología mental tiene algo de romanticismo, pues esa alteración de la realidad le venía muy bien al alma romántica, la cual se encontraba encarcelada –como las cárceles de Piranesi- entre una forma de asistir al mundo y otro sentido de reencontrarlo. La esquizofrenia romántica se dio en Van Gogh, en Nabucodonosor II, en Jorge IV de Inglaterra, en Juana la Loca, en Luis II de Baviera, en Juan Ciudad y así todo seguido.

«Marguerite Yourcenar escribió: “El amor y la locura son los motores que hacen andar la vida”

Esta exaltación del alma, como la llama Platón, genera la fragilidad de la existencia humana ante un muro que ha de derribar, pero que una vez conseguido el derrumbamiento pernocta la habilidad creativa, lo astrológicamente mágico y la imaginación romántica. Así lo vio Jean Dubuffet, quien se inventó el Art Brut a base de coleccionar obras artísticas de enfermos mentales y presentarlas como genialidades muy próximas a los creadores que llamamos cuerdos.  Dubuffet pintó como pintaban los enfermos que iba a visitar a los distintos hospitales psiquiátricos que frecuentaba como quien va a ver a su abuela por el día de su cumpleaños. A finales del siglo XIX, Cesare Lombroso modernizó la relación entre arte y locura, etiquetándola como una frecuentación de todo lo que tenga que ver con el romanticismo. Marguerite Yourcenar escribió: “El amor y la locura son los motores que hacen andar la vida”, seguramente inspirándose en lo que dijo Nietzsche: “En el amor siempre hay algo de locura, mas en la locura siempre hay algo de razón”. Pero fue Séneca quien mejor lo remató: “Ningún gran genio se dio sin una mezcla de locura”

Adolf Wölfli, poeta, pintor y compositor suizo, derivó hacia las ideas paranoides y la esquizofrenia creando una mitología personal y un diccionario de imágenes inéditas. Lo mismo le ocurrió al pintor Schröder-Sonnenstern, ataviado de psicosis. Edward Munch padeció depresiones y neurosis por motivo de sus excesos con el alcohol, acción parecida a lo que le sucedió a Van Gogh, quien encontró en la bebida verde su rincón para salir de la soledad, del aturdimiento y de la patología, agravándose aún más. El caso Artaud obedece también a sus frecuentaciones con las drogas, el opio, el alcohol, el peyote, etc.

«Después de todo, que mejor que la memoria del poeta a los 19 años, quien, antes de subirse en los tranvías, siempre creyó que todo el tiempo debía ser su cuerpo adolescente dentro de la primavera»

Émile Nelligan entró en el mundo de la neurosis, ya digo, siendo todavía muy joven, acabando desde ahí su relación con el exterior, siendo internado un año antes de su vigésimo aniversario en el asilo Saint.Benoît-Labre, en el pueblo de Larga-Punta, hasta octubre de 1925, fecha en que se le traslada al hospital Saint-Jean-de-Dieu. Encarcelado en esa especie de Carceri d’Invenzione, Émile Nelligan prácticamente dejará de escribir, muriendo en 1941 a los 61 años de edad. Ahí es donde veo asomar yo el malditismo de Émile. N., pues la vida pudo más que la obra en este caso, dejándolo sumido en un estado de hibernación donde hasta las paredes de los hospitales hablan y te indican el día exacto de la muerte.

Después de todo, que mejor que la memoria del poeta a los 19 años, quien, antes de subirse en los tranvías, siempre creyó que todo el tiempo debía ser su cuerpo adolescente dentro de la primavera. No existe el tiempo, sólo la idea del tiempo. Nelligan anduvo detenido en sí mismo porque se dio muy pronto cuenta que sus células como poeta estaban ya muertas dentro de los prismáticos, allá, en la ciudad, donde siempre observaba su silencio con el lenguaje de su ropa, de sus labios, de su edad introducida en una máquina de coser o en los paraguas de lo universal.

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Doctor en Filología Hispánica con más de una treintena de libros publicados, desde los 16 años empiezo a escribir y sigue creyendo que toda escritura como autoría acaba desde el mismo momento en que el escritor entrega el libro al lector, quien de este modo se convierte en el que da continuación a su propia recreación de lo leído.