No buscaba nada concreto cuando comencé su lectura. Simplemente me dejé llevar por la proximidad que sentía con su autor. Evidentemente yo no me he suicidado, de haberlo hecho sería harto complejo estar escribiendo este artículo, pero sí he recibido bastantes respuestas negativas de las editoriales a alguna obra que he presentado. La sensación de cercanía se acrecienta porque fue la madre de John Kennedy Toole quien consigue que se publique la obra de su hijo. En mi caso, lo que obtuve de mi madre fue una emocionada llamada telefónica y unas no menos emocionantes palabras que me acompañarán siempre. Había dejado en la mesa del salón un paquete que contenía varias copias de un poemario para enviar por correo a un certamen literario y ella lo abrió, lo leyó y me llamó ¿quién puede plantearse dejar de escribir después de que le suceda algo así? Pero bueno, regresemos a la madre del Sr. Toole quien, tras leer la novela de su hijo muerto, pensó que era una obra muy buena y la fue presentando sin desmayo a una editorial tras otra y otra más, hasta que tuvieron a bien publicársela. Tiempo después obtuvo el premio Pullitzer de Literatura. Pero no voy a hablar de las madres de los autores, santas ellas, sino de una novela que me cautivó cuando la leí. Se trata de “La conjura de los necios”.
Cuando comento con amigos que he leído esta obra y me dicen que se han reído mucho con ella, dudo. No me reí. Igual tengo un sentido del humor un poco extraño, pero no consiguió arrancarme una carcajada. Lo que sí consiguió fue hacer que me llevara las manos a la cabeza en más de una ocasión. Porque trata de las peripecias de un personaje anacrónico, incomprendido e inadaptado que es protagonista de una desgarradora fábula urbanita y social. Personaje de arrabal cuya vida transcurre de un lado a otro como deshecho de una sociedad fallida y equivocada. De este modo, va rellenando un bloc tras otro con sus ideas y sus soluciones para este mundo fallido y los va desperdigando por su habitación con la esperanza de que algún día se pondrá a ordenar y organizar todo ese material literario. Un material en el que se queja amargamente de una sociedad que proyecta una imagen sobre el escaparate que muestra al resto del mundo, mientras por dentro hay mucho por limpiar, arreglar y solventar. Motivo por el que el protagonista de nuestra historia, Ignatius T. Rilley decide intentar vivir en el margen, en la frontera, en la finísima línea que separa lucidez y locura. La realidad se abalanza sobre él y tiene que sucumbir al mundo laboral.
Un mundo laboral que Ignatius compara con la esclavitud y el fracaso, pero lo asume estoicamente y decide ir a buscar suerte. Compara su situación con la de Boecio, que aceptó sin queja su ejecución e inicia su búsqueda de trabajo. Es en este trayecto vital donde acompañaremos al protagonista a través de las extrañas y por momentos hilarantes (aunque a mi juicio no descacharrantes) escenas y situaciones en que se ve inmerso. Nos va analizando pormenorizadamente mientras continúa narrando un mundo ciertamente horrible, ególatra y cruel. Traza un fresco sobre la amargura y resignación que pueblan esta falsa y miserable existencia. Así, mientras nos muestra un paisaje vital desde un tono más o menos hilarante y absurdo, va mostrando un trasfondo ciertamente desasosegante y triste. Algo que no desmiente su propio final. Siempre que afronto la lectura de este libro sobrevuela mis hombros la idea del pobre autor ciertamente triste y abatido que decide poner fin a su vida. Así que, creo, riéndose con nosotros y haciéndonos reír, nos estaba lanzando un mensaje de socorro sobre su propia persona. Quizá fuese eso lo que comprendió su madre y quizá fuese ese el impulso que la lanzó a ir en busca de la publicación del libro de su hijo a modo de homenaje. El homenaje de una madre a un hijo.