David Fiedrich es el pintor de El caminante sobre el mar de nubes, un cuadro que yo intenté emular cuando estuve por los desiertos de Libia cuando me subí a una colina para posar de espaldas ante una fotografía. Hoy uno de mis libros –El libro negro– lleva ese Fiedrich mío. Fiedrich nació en Greifswald y fue uno de los máximos representantes de la pintura romántica alemana. El romanticismo no es una cuestión de épocas, no existe únicamente el romanticismo histórico, sino que lo romántico pervive hoy en día, en esta segunda década del XXI, pues todas las características de aquel movimiento hoy se cumplen sobradamente. La rebelión, el revolucionarismo, la pasión por la naturaleza –Wordsworth, los poetas lakistas, Novalis, Turner, Géricoult, Keats, Carolina von Günderwore, Hölderlin, Théodore Chassériau, John Constable, Adrian von Schadow y así todo seguido-, el subjetivismo, la lucidez del pasado, el medievalismo, la búsqueda de la belleza, el Yo como un Todo, la visión prometeica del mundo, el velo de Isis, la imaginación mágica o la Phantasie, la aspiración a la libertad –Byron, Espronceda, Heine, el primer Goethe-, el anhelo por asistir a una sociedad mientras ésta sobrevive en decadencia, el Anima Mundi, el deseo por lo Absoluto, la Danza de la Revolución por parte de Hegel, Schelling, Hölderlin, los cuales en el seminario de Tubinga plantaron un árbol de la libertad en la plaza del mercado y danzaron a su alrededor, la búsqueda de las emociones fuertes, la fotografía de lo ruinoso, la noche, las tinieblas, la muerte, la evocación del Infinito y así tira que te larga, hoy por ahora, como digo, están presentes porque siempre hemos de considerar que la Historia es cíclica y retorna como en la teorización nietzscheana adivinada en Sils María.
«El romanticismo no es una cuestión de épocas, no existe únicamente el romanticismo histórico, sino que lo romántico pervive hoy en día, en esta segunda década del XXI, pues todas las características de aquel movimiento hoy se cumplen sobradamentE»
Hoy seguimos siendo románticos, pero un romanticismo con pantalones cortos al que yo considero que hay que agregar la noche más larga en la que la imaginación sobrepase esta racionalidad tan autocomplaciente y tan repugnante a la vez. Lo romántico de hoy debería ser una suerte de conserjería en la que el que está detrás del mostrador recite los nuevos versos de la Aldea Global, los cuales –si he de ser sincero- no tengo ni idea de cuáles se trata. Por eso es necesaria una juventud de rompe y rasga que violente este buenismo y esta actitud enojosa de lo políticamente correcto, dado que sólo se hallará el resplandor de los nuevos tiempos desde el mordisco, el palabrón nefeli o el narcotráfico de las ideas valientes, contestatarias, mullazo, cabronas e hijas de puta.
Fiedrich pinta el paisaje, pero no la naturaleza calmosa y deleitosa, la fotografía de la pasibilidad, el aviso de la visión enternecedora, melancólica, algo así como tristona, sino la convulsión de la estampa de lo observado a través de su pensamiento libre y subjetivo. Lo que Fiedrich ve en la naturaleza es la denotación del yo ejercido como correspondencia de todo lo que le rodea, La abadía en el rodeblal, El monje a la orilla del mar, Ciudad al claro de luna, Acantilados blancos en Rügen, Dos hombres contemplando la luna, El mar de hielo, La ruina de Eldena y así caminando hacia fuera.
Como romántico y útiles de lo artístico, Fiedrich empleó casi siempre el óleo sobre lienzo, aunque alguna vez adquirió la forma de retablo y el uso del oro a la manera de los pintores medievales. El paisajismo de Fiedrich alude sobre todo a los temas de las montañas y al mar, siendo ahí el lugar dónde se encuentra cómodo, pero no nos da el montañismo y la marina a la manera realista o simplemente paisajística sin más, sino toda esa convulsión que Fiedrich analizaba dentro del alma humana de lo romántico, destrenzando los lienzos con órdenes visuales a punto de la desesperación y de la integración entre el mundo y el artista.
El arte de Fiedrich se domicilia desde lo cósmico y lo sublime, como hicieron Durero o Adam Elsheimer. Las cimas, las pendientes escarpadas, los senderos, el cielo nocturno, el mar embravecido, la nieve, el hielo –esa heladez del romanticismo que tuvo su repercusión en ese testimonio de lo íntimo enfrentado a lo exterior-, todo como una parcela de su videncia que desataba los más profundos sentimientos y las más conmovedoras emociones. La emoción para el romántico debe surgir desde dentro hacia fuera y no al revés, pues la única mirada del romántico es la única que le pertenece y que conforma toda su soledad y toda su melancolía en una naturaleza violenta que no es otra cosa que la violencia del romanticismo.
«El arte de Fiedrich se domicilia desde lo cósmico y lo sublime, como hicieron Durero o Adam Elsheimer.»
Todo romanticismo será violento o no será. Si alguien hoy por hoy quiere vestirse de negro, escribir en su casa con velas de cera, beber vinagre para empalidecer el rostro, ser receptor del mundo como una quiromancia de transformación y óptimas redacciones de lo urgente, de lo que hoy es necesario, de lo impulsivo aunque siempre dentro del matiz de la autorreflexión, debe ponerse primero a creer en sí mismo como alma romántica y segundo es obligatorio verter todo eso a partir de la adecuada decisión de desposeerse del miedo, del gran monstruo de la Ley, de ese Satán que es la sociedad entera o de ese dibujo blakiano matrimoniado entre el Cielo y el Infierno como una forma de ejercer su ataque frontal contra los Cuatro Zoas.
David Fiedrich pintó no la realidad sino un abismo donde se relacionan el pensamiento metafísico y los elementos de una naturaleza subjetiva que se presentan bajo la apariencia de la luz de la luna, los campos invernales, la nocturnidad, los cementerios, las ruinas góticas, todo un paisajismo que, como digo, se externalizaba a partir del procesamiento de su propia visión de las cosas, la vida, el tiempo, el mundo, el amor. Pintó Fiedrich a personajes contemporáneos, en especial a la burguesía, a los que, a partir de 1807, los pone de espaldas al espectador, como una forma de intentar cubrir el dolor o la leyenda que se esconde en cada ser humano cada vez que la incomprensión y la cotidianidad producen un sentimiento de angustia y de vértigo que Fiedrich maneja de manera excepcional.
La pintura de David Fiedrich es metafórica y por lo tanto poética, pues en ella atisbamos el contenido de lo simbólico y una humanización refrendada por ese punto de huida que se factura en el alma romántica. Ya en su madurez, envuelto en una profunda tristeza –la tristeza de sus cuadros- es testigo del asesinato del pintor amigo suyo Gerhard von Kügelgen. Ese acontecimiento le marcará hasta el final de sus días.
«La pintura de David Fiedrich es metafórica y por lo tanto poética, pues en ella atisbamos el contenido de lo simbólico y una humanización refrendada por ese punto de huida que se factura en el alma romántica»
El romanticismo, ya digo, no es una época, sino una actitud ante la vida, ante el poderoso dolor y angustia –luego pensada por Kierkegaard y Heidegger- que el tiempo va desordenando en cada uno de los que se sienten románticos y actúan como ellos. Por eso manifiesto aquí que el romanticismo no ha muerto, sino que se dispone entre la avalancha de la fractura del mundo y un individualismo que, a diferencia de algunos románticos históricos, se sumerge hoy dentro de la colectividad, por lo que puedo decir que hoy el romántico ha pasado de ser un héroe para buscar esa heroicidad en el suplemento de lo global, de los otros, de los que sufren por culpa de unas épocas que han estrangulado a las masas populares y que el poeta de hoy remarca, ya no sólo desde la poesía social, sino desde la escritura subjetiva enviada por email hacia todos los movimientos de la indignación.
El romanticismo surge de la indignación, de la iracundia por un modelo de Estado que no es comprensible, por la facilidad con que se cubren los sueños a partir de un realismo que no nos interesa en absoluto, sino que busca en los mitos todo aquello que pueda ser explicado contra natura. Lo romántico de hoy es el Open Arms, el animalismo, la juventud reventona y rosal, los ancianos en la calle con sus banderas de niños malvados, la lucha constante contra el Poder y todo lo que ello representa, la filosofía cínica que nos devuelve a la antigüedad a la busca de un nuevo Diógenes el Perro.
Así nace, como lo fue Fiedrich, el hombre entre lo apolíneo y lo dionisíaco, el homerismo, la leyenda de los clásicos –léase el Hiperyon o el Empédokles hölderlinianos-, el hombre escindido entre una naturaleza que le aproxima a la locura –todos los cuadros de Fiedrich tienen algo de patología, una patología controlada, entre los monstruosamente frío, más allá de la angustia de la razón, la comarca de lo trágico-heroico o de lo trágico-absurdo-. El pintor romántico –Constable, Delacroix- obedece a la participación de la unidad para poder expresar lo Absoluto. Fiedrich se intentó suicidar, por lo que lo hace protagonista –una vez más- de esa connotación tan puramente romántica que parte desde la desolación hasta el absurdo del vivir.
Todo hombre romántico se defiende de la vida bien desde el suicidio, desde la metáfora de la naturaleza, desde el tiempo interior o desde el amor imaginado. El amor en Fiedrich es más bien una emoción razonada, no tanto así sus elementos adjuntos, como son la soledad, la negritud, lo abisal o lo eterno. La eternización de Fiedrich se produce cuando desde sus pinceladas nos damos cuenta que estamos ante un hombre atormentado que se educa en lo infinito como una forma de evadirse de la costumbre, de la rutina, del hastío, de lo que no se puede explicar con palabras.
La palabra de Fiedrich son sus óleos puestos en el biografismo de un hombre que fue alemán, pero que siempre se consideró sólo dueño de los bosques, del mar y de las lejanías que caen como una superstición o una lectura del yo. El Yo como pendencia acabada en el orinal de la más absoluta pornografía, la belleza de lo pornográfico en su admisión de lo sensible. El rohipnol del Sueño Tigre, Evanescente y aliento de Transgresión. Transgredir son unas gafas de sol en las que poder ver a Ícaro sin quemarse las alas y bajando a la Tierra como la nueva modernidad como forma de acceso a la fornicación de lo sublime y de todo lo que siendo contrahistórico es ese nuevo niño del mal –una maldad de lo bello- que todavía ha de nacer.