Hace unos días, un compañero me comentó, tras hablarle de mi formación como psicólogo, que en su máster había leído que la depresión, como antecedente fisiológico, tenía la inflamación. Yo no quise más que hacer una pequeña broma/crítica, preguntándole irónicamente: “¿Por la inflación?”. Ahí quedó.

Dentro de las posibles alteraciones relacionadas con estos procesos en depresión se encuentra la vía de las kinureninas, con la peculiaridad de constituir un posible nexo de unión entre la inflamación y los sistemas de neurotransmisión. Particularmente, la indolamina 2,3-dioxigenasa (IDO) y la triptófano 2,3-dioxigenasa (TDO) se activan en situaciones inflamatorias y catalizan el paso de triptófano hacia kinurenina, disminuyendo la biodisponibilidad de triptófano para la síntesis del neurotransmisor más vinculado tradicionalmente con los trastornos depresivos, la serotonina. Además, a partir de la kinurenina se generan metabolitos con capacidad de acción sobre los receptores N-metil-aspartato (NMDA) del glutamato, pudiendo conducir a situaciones de excitotoxicidad y daño tisular”.  Eso decía parte del resumen de la tesis doctoral de David Martín Hernández que acabé por descargarme para leer al respecto. Llevaba días encorsetado en lo que a mi carácter apático se refería. No sólo en el sentido de ser una consecuencia, sino que había asumido ese papel, y la necesidad de sacar a relucir lo insufrible que podía llegar a ser.

Así pues, mis días sucedían como una concatenación de malestares que comenzaban con levantarme a las 5 de la mañana para trabajar en una cosa, volver a casa, hacerme de comer, ducharme, hacer café y ponerme a trabajar en otra cosa, cenar a las 20:30 y meterme en la cama a las 21:30. A veces no, pero, normalmente, se convertía en una tediosa forma de sobrevivir.

Ni siquiera me planteaba el estar en mi realidad. El significado que a esto se le adhiere cuando asumes que es tu vida, única e intransferible.

Por eso, decidí, de manera instintiva casi, recoger en cada día un pequeño espacio de placer, de agradecimiento, de recompensa. O no, más bien de desahogo, un modo de salirme de esa realidad hastiosa. Del mí mismo. Con decisión, apuré las páginas de oferta cultural de mi ciudad y me compré el pase para un festival de cine.

El volver a casa, en un paseo de treinta minutos, sin auriculares, recomponiendo escenas de dos películas de dos horas, habladas en dos idiomas diferentes, con historias tan dispares, se hacía con mi atención y mi energía. Convertía pues, ahuyentar la rumiación (ese pensar sobre que piensas mucho en lo desgraciado que te sientes) en mi máxima, de forma totalmente no intencionada. Y, como acto colateral, saneaba mis pareceres en lo que mis quehaceres respectaban. La lógica de mantener la mente ocupada con otra cosa.

La cosa no era totalmente así. No era, simplemente, deshacerme de mi realidad, era asumir otra. Adentrarse en un tiempo, un contexto, un papel, unas emociones y asumirlas como propias, llevar el concepto de empatía a un nivel, en el cual, durante lo que dure la proyección, dejase de pertenecerme. Y el objetivo no era otro que desintoxicarme. Sanearme. Bajar la inflamación. Pues, a veces, el descanso no es suficiente como herramienta para “desconectar”.

Las películas.

Ir al cine, meterte en una sala, ubicarte en un asiento que te dote de las condiciones idóneas para el ejercicio, olvidar que tienes a otras personas alrededor y comenzar a salirte de ti.

Una vez escuché a Rodrigo Cortés diciendo que el cine dice la verdad. Una verdad. Esa misma es de la que me valgo para poseerme. En la cual necesito creer para conseguir llegar al culmen de mi acción, que, como ya he repetido, no es otra que curarme.

A mí el cine quizá no me haga mejor persona, pero sí una mejor versión de mí mismo. Menos inflamada.