Casi es de noche. Llegar a casa es poder encender las luces del día. La cena ya está preparada. Mi única compañía son las sobras de la comida. Soy feliz porque el microondas todavía no se ha estropeado. Y si así fuera me compraría otro. Las tiendas siempre los venderán. La felicidad nunca la tendremos tan cerca. Ni será más barata. Está a un giro de su ruleta. Un calentón que nunca te deja a medias.
El plato de pasta luce radiante encima de mi preciado electrodoméstico. El tomate está reseco. Sangre que se hace costra en mi estómago. Mis cenas son heridas que cada noche se abren para mostrarme su oscura liquidez. La noche siempre ha preferido ser bebida. El día es sólido como un filete duro y lleno de nervios.
«La felicidad es una cena recalentada que mañana volverá a acompañarme con su fidelidad incorruptible»
Una suela de zapatilla que pisotea mis entrañas cuando lo digiero. La noche prefiere ser un vaso de vino. Pero todos mis vasos están sucios. Mi cartera y mi corazón eligieron al microondas antes que al lavaplatos. Fregar me gusta de la misma manera que ir al dentista. Hay cosas que se dejan para cuando no hay más remedio. Mi botella de Mistol es tres partes de agua y una de espuma de Mistol.
Pienso en que mañana haré la compra mientras miro como da vueltas el plato de macarrones dentro de mi apreciado aparato. Es un movimiento hipnótico que abre mis tripas y las deposita a su altura. Están a su merced. El plato está listo. La puerta del microondas las separa de su objetivo y las echa para atrás. Humo alimenticio que desaparecerá en mi estómago.
El silencio envuelve el momento. La tranquilidad se sienta conmigo a la mesa y le pongo una copa de vino. La felicidad es una cena recalentada que mañana volverá a acompañarme con su fidelidad incorruptible. Cuando las compartía contigo me alimentaba de tu ausencia. Tan real, metafísica, cósmica, que hacían más grandes mis agujeros negros. Microondas espaciales que me hacen flotar.
Soy un astronauta feliz que no espera volver a la Tierra.