Hace tiempo leí que escribir no consiste en amontonar palabras, sino en administrar silencios. Algo parecido pasa con todas las artes. Lo oculto. La elipsis. Lo esbozado, lo que está presente pese a su ausencia. O, más bien, precisamente por ella.

Eso pensaba al recorrer la (espléndida) exposición que PHotoEspaña ha dedicado a William Klein (Nueva York, 1928) en los últimos meses. En Madrid, el espacio de Fundación Telefónica. Cosa digna de verse, tanto por continente como por contenido. Enredando siempre con el espectador, que es como deben afrontarse estos asuntos. Arañando el iris, haciendo cosquillas al cerebro. Logrando, en pocas palabras, que nadie saliera habiendo visto la misma muestra. Porque juguetear con el constructivismo (el de Watzlawick, no el de Malévich) es lo que tiene. Y por eso resulta tan atractivo.

«William Klein es un tipo interesante. Polifacético. Alguien que no tiene empacho en bajar hasta los oscuros (en realidad son muy coloridos, pero ustedes entienden el símil) del pop para vender (a muy buen precio) su arte»

William Klein es un tipo interesante. Polifacético. Alguien que no tiene empacho en bajar hasta los oscuros (en realidad son muy coloridos, pero ustedes entienden el símil) del pop para vender (a muy buen precio) su arte. Pero que lo hace, pásmense, sin renunciar a un estilo propio y personal, sin autocensuras. Contando lo que le apetece en cada momento. En publicidad, en cine, en fotografía, escultura, intervenciones. Aquello que ustedes piensen él lo ha hecho. Y con bastante tino, añadimos.

¿Se puede vivir sin la fotografía?, se pregunta Klein en “Celebration”. Desde luego, continúa, pero no me parece que merezca la pena una vida sin fotos. Y aquí las encontramos de todos los estilos. Desde un surrealismo a la Man Ray hasta las imágenes de moda. Y el autor, detrás. Reconocible. Buena parte de lo que hoy entendemos como “cultura pop visual” proviene de William Klein, cuya mano se deja notar en cada trabajo que hace, desde los más personales hasta los meramente “gastronómicos”.

De entre los primeros destacan las series de ciudades. Klein se enfrenta a los sitios, los aborda orgulloso. Busca acercarse de manera consciente, llamativa, nada de hurtar imágenes al azar. No, él está, y su presencia marca reacciones y mirares. En Moscú, en Roma, en Nueva York, también en Tokyo o en el mismo Madrid. Urbes que ya no existen, que pertenecen al pasado. Siempre con un punto de barriada en las afueras que tiene más de pueblo anexo a la metrópoli que de banlieue. El trabajo de Klein es magnífico documento que juega con la memoria, que permite aprehender un tiempo ya pasado. Pero va más allá. A las sonrisas, a los gestos. Los niños, que juegan igual en todos los sitios, sin importarles en qué lado del Telón de Acero se encuentren. Las camisas de tela basta, la coquetería al saberse observado por una cámara. Los trabajos manuales. Todo perfectamente encuadrable en unas coordenadas geográficas y, a la vez, tan universal.

«Allí, en Nueva York, su ciudad natal, Klein utiliza el contrapicado casi a modo de manifiesto, un poco al uso del travelling de la nouvelle vague. Magnificando, así, edificios, rascacielos. Alejándolos, y no es casualidad, del ojo, de las dimensiones y proporciones típicas del ser humano»

Quizá la ciudad más “distinta” sea Nueva York. El que fue, el que será. Porque está en tantas obras (en novelas, fotos, películas) que ya no podemos abstraernos a su imagen. Allí, en su ciudad natal, Klein utiliza el contrapicado casi a modo de manifiesto, un poco al uso del travelling de la nouvelle vague. Magnificando, así, edificios, rascacielos. Alejándolos, y no es casualidad, del ojo, de las dimensiones y proporciones típicas del ser humano. Una abstracción de Nueva York que encuentra su espejo en las fotos de calle. Los bajos fondos, la miseria, también las sonrisas. Alfa y omega. Tantos mundos en el mismo mundo.

De forma discreta, sutil. Klein pretende en estas imágenes sugerir, más que mostrar Y sugerir es, en el fondo, mostrar dos veces. La real y la imaginada. Que pueden coincidir, pero no tienen que hacerlo. No se echen las manos a la cabeza, lo hacemos todo el tiempo, cada uno de nosotros, solo que no nos damos cuenta. Hay un ejemplo paradigmático en la exposición, muy inquietante. Una fotografía que muestra la portada de cierto periódico, ejemplares y ejemplares apilados unos encima de otros. Grandes letras. Parece que se habla de un asesinato. Pero no se llega a ver, las páginas de unos tapan la noticia en los demás. El espectador (el demiurgo) debe completar esa escena, ponerle nombres, adjetivos, detalles. Crear sobre lo creado….

Y luego está la ausencia convertida en presencia por mor de la idea expositiva. La misma que transforma a los visitantes en obras gracias a ángulos y recovecos. La que presenta una idea que gravita sobre todo el espacio. Nada más entrar el espectador se enfrenta a las colaboraciones que hicieron en su día William Klein y Piet Mondrian. El pintor del color, el de las composiciones en rojo, amarillo y azul. Sí, las del maillot de La Vie Claire, seguro que ustedes se acuerdan. Hinault, LeMond y todo ese rollo. Muy reconocible, claro. Solo que lo que allí aparece está carente de color. Blanco y negro, como la mayoría de las imágenes que vemos. Y la sensación es extraña. Un picorcillo en la nuca, ya me entienden. Porque, en realidad, sí que están presentes esos cuadros. Los que se reproducen en mil sitios, en cientos de anuncios comerciales, en portadas de libros (algunas lo reconocen en los créditos y otras no). Los vemos en los marcos de la exposición, en los colores de las paredes, en iluminaciones, detalles, remates. Es como si todo el recorrido que vamos a ir haciendo nos viniese a completar aquello que echamos en falta al principio de todo. Una tautología que construye realidades nuevas. Muy del agrado de Klein, claro.

La parte que muestra fotografías en color es aparentemente (solo aparentemente) más naïf. Por los tonos pastel, por los rosas que saltan a nuestros ojos y nos arañan las córneas. Allí Klein vuelve a jugar con los tópicos, intenta confundirnos a base de afirmaciones contrafactuales. Algunas de ellas (el uso de figuras no ortodoxas en la época, como travestis o prostitutas) apenas nos sorprenden hoy ya. Porque nuestro tiempo no es el suyo, sí, pero sobre todo porque hay una cierta forma de “hacer publicidad” que está totalmente asumida y que bebe, en parte, del trabajo de Klein. Pero hay otros aspectos que conservan intacta su capacidad para inquietar, para dejar en el cuerpo una desazón que los convierte en inolvidables. Los retratos que no son retratos. Las muñecas que toman vida, que se mueven, que interactúan con el entorno urbano. El maquillaje que refleja un rol contrario a la misma ropa. La sorpresa. El impacto.

Contemplar estas fotografías en contraste con otras producciones de Klein (menos conocidas, menos populares) resulta un contraste muy atractivo, porque ambas se enriquecen, y nos dan pistas sobre un sentido mayor de la obra, sobre una filosofía subyacente que gravita alrededor del conjunto. Las esculturas con materiales industriales, por ejemplo. Los móviles que no tienen movimiento ninguno, que permanecen deslabazados, muertos. Y, sobre todo, las muñecas inanimadas, las que no hacen ningún gesto. Juguetes humanos que viven, juguetes de metal que están muertos. El mundo, nuevamente, como un espacio en construcción. Eso hace Klein.

Eso hacemos, aunque usted no lo crea, todos.

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Marcos Pereda (Torrelavega, 1981) es escritor profesor. O al revés. Ha publicado "Arriva Italia" (Popum Books, 2015) y "Periquismo. Crónica de una pasión" (Punto de vista, 2017). También asoma la cabeza por medios de comunicación, de los mainstream y de los raros. A veces le han dado algún premio, pero tiene mala memoria para esas cosas. Le gustan el café y las tildes diacríticas.