Nos están dejando muy pocas cosas en las que creer, muy pocas personas a las que admirar. En los últimos meses, una serie de escándalos ligados nos están dejando, quizá sin que reparemos lo suficiente en ello, con pocas estructuras sociales que merezcan nuestra confianza. Se mire como se mire, el movimiento #Metoo es la respuesta esperanzadora y lógica a una historia demasiado larga de barra libre para el abuso en el mundo del espectáculo. Eso que todo el mundo imaginaba (y sobre lo que nadie con poder, sorprendentemente, había hecho algo al respecto) por fin sale a la luz, de manera que debemos alegrarnos aunque sea conociendo esa cadena de historias sórdidas e indignantes de que los depredadores tengan cada vez más difícil intentar nuevos asaltos a la integridad y dignidad de las personas.

«Nos están dejando muy pocas cosas en las que creer, muy pocas personas a las que admirar. En los últimos meses, una serie de escándalos ligados nos están dejando, quizá sin que reparemos lo suficiente en ello, con pocas estructuras sociales que merezcan nuestra confianza.»

Cuando estábamos en una lucha para una sociedad del espectáculo limpia, en España se pone en entredicho por un camino muy distinto el mundo universitario: llega el caso Cifuentes y lo verdaderamente grave no es el hecho en sí, que parece una historia chusca de Pepe Gotera y Otilio en la Universidad. Lo verdaderamente grave, como ya han señalado muchas personas antes que yo, es la manera en que empaña la imagen de la Universidad, pues al conocer los detalles del caso no hay forma de evitar que todos los másters universitarios y las instituciones que los promueven queden en entredicho por generalización. Para mi generación, tener un máster era alcanzar mucho profesionalmente hablando. Obtenerlo era una alta marca de prestigio, que ahora ha quedado gravemente lapidada. La universidad española como conjunto no merece haber quedado manchada de manera indeleble, y ya se verá cuánto tarda el español en olvidar.

En los meses anteriores, zozobraban otras instituciones que por su carácter supuestamente altruista reinaban en nuestro imaginario colectivo: las ONGs, con esa especie de #ONGstoo que propiciaba Oxfam, albergando a miembros que eran capaces de aprovechar la desgracia de un pueblo como el de Haití (hablamos de uno de los países más pobres del mundo absolutamente devastado, no de cualquier cosa) para montar orgías a cargo de la organización. Sucesos como estos abren una brecha de magnitudes atómicas en la confianza de los que creemos en la cooperación al desarrollo y los motores de cambio. Que antes una organización llamada Manos Limpias fuese condenada por extorsión no se queda solamente en los hechos delictivos en los que sus miembros puedan haber incurrido, sino en el concepto, la idea. Hay un daño léxico que afecta al ciudadano sin que nos demos mucha cuenta: la noción de que se pueda delinquir en una estructura llamada manos limpias, ironía conceptual que parece una de esas bromas que no tienen pizca de gracia.

«En los meses anteriores, zozobraban otras instituciones que por su carácter supuestamente altruista reinaban en nuestro imaginario colectivo: las ONGs, con esa especie de #ONGstoo que propiciaba Oxfam, albergando a miembros que eran capaces de aprovechar la desgracia de un pueblo como el de Haití para montar orgías a cargo de la organización.»

Habrá quien relativice y diga que son más las instituciones que funcionan que las que no, pero eso en realidad no importa, porque nuestra mente siempre sobregeneraliza. La duda se extiende como una gran mancha, y sucesos como los ya mencionados provocan que nuestro cerebro se adentre en un “mientras no se demuestre lo contrario” perenne. No creo que a estas alturas nadie tenga ya un optimismo lo suficientemente generoso como para creer a pies juntillas en un eslogan, un nombre, una promesa, un concepto.

Si continúan así las cosas, el escepticismo será la única religión de nuestros jóvenes, y eso es rotundamente malo para ellos, porque la seguridad de poder creer en ciertas cosas te hace más feliz. Ante todo lo ocurrido, la reacción normal es pensar que cualquiera de los directivos sonrientes de hoy podría ser mañana un pozo de bajezas. Visto lo visto, los ciudadanos dudamos y dudaremos de todo, siempre, por la razón que decía al principio: estamos convenciéndonos de que lo mejor es no creer en nada, porque a nuestro alrededor, todas las torres van cayendo. Y eso no es solamente triste sino peligroso, porque el ser humano desea creer, de modo que en ocasiones toma el camino contrario y acaba aferrándose a lo increíble: los cantos de sirena de populistas y nuevos salvadores.

Como último escalón del descenso al escepticismo total hacia las organizaciones y las estructuras de poder, solamente faltaba que el premio Nobel y la academia que lo propicia también tuvieran raíces podridas. Hablamos de la organización que era sinónimo de prestigio, la tradición escrita en letras de molde. Pues ya tenemos un #Nobeltoo. Despedimos el mes de abril con noticias que apuntaban a que esos cargos vitalicios (vitalicios en el siglo XXI, efectivamente) o su entorno podían haber participado en una ensalada de escándalos que incluían irregularidades financieras, filtraciones interesadas y acoso o abuso sexual. Una de las posibles víctimas, la propia Victoria de Suecia.

«Como último escalón del descenso al escepticismo total hacia las organizaciones y las estructuras de poder, solamente faltaba que el premio Nobel y la academia que lo propicia también tuvieran raíces podridas.»

Con los escándalos del premio Nobel acabó el prestigio de todo, de todos. Todavía recuerdo que cuando concedieron el premio de literatura a Bob Dylan, escribí un artículo que gustó a mucha gente y disgustó a otros tantos, en el que decía que comenzaba la era del Nobel pop, un premio que estaba más atento al postureo que al mérito objetivo. Ahora esa discusión me parece una solemne tontería, un hecho menor, un pasatiempo intelectual. Lo verdaderamente importante no es, como yo decía entonces, que el Nobel pudiera haber alcanzado un punto de inflexión hacia algo más espectacular que sólido, que busca (al menos en literatura y paz, los más subjetivos de los premios otorgados) nutrir a esa sociedad del espectáculo que se preocupa más de la apariencia que del contenido. En esa clasificación integraba yo el Nobel de la paz a Obama y el de Literatura a Dylan, como imaginan. Pero nada de eso es importante ya, porque con el Nobel ha caído otra institución, y una de las que más prestigio atesoraba entre sus paredes.

Cuando hablo del daño que supone la pérdida total de la confianza en las instituciones no me apenan los adultos, aunque hayamos tenido que ver cómo caían muchos mitos de nuestra infancia e inicio a la vida adulta. Acuérdense del caso Bill Cosby, ese modelo de padre en televisión para los que tienen más de cuarenta años y un aparente depredador sexual en la vida real. Me preocupan sobre todo los niños, los jóvenes. La reacción lógica de un joven bien informado, a día de hoy, será no creer en nada. Mirar con recelo lo que ocurre en cualquier punto cardinal. Sonreír por dentro ante la aparente honorabilidad de cualquier persona que representa una institución, sea la que sea. Desconfiar de todo y de todos.

La crisis de valores en la que nos sumimos es de una profundidad abismal. Ya no es religiosa, de modelo de familia, ya no afecta solamente a las relaciones sociales o al deseo de tener descendencia, cuestiones suficientemente graves ya. Afecta a cada centímetro del mundo que legamos a nuestros hijos.

Si queremos ofrecerles algo mejor, debemos trabajar mucho para conseguirlo, y pensar bien cómo se puede regenerar algo que está ya tan resquebrajado. Debemos a  nuestros jóvenes, a nuestros hijos, un mundo en el que se pueda creer. Es nuestra responsabilidad mayor, y no veo mucha gente dispuesta a sacrificar lo que tiene para conseguirlo. No nos queda mucho tiempo. Los niños crecen, algunos jóvenes leen, se informan. El daño es enorme y la herida, día a día, minuto a minuto, no cesa de sangrar.