Y aunque muchas centurias después, Isaac Newton mantenía que en su itinerario está dibujado el cielo conocido, porque cada uno de sus episodios señala un signo del zodiaco, el derrotero de Jasón tras el vellocino de oro no ha alcanzado la universalidad del periplo de Ulises. Qué duda cabe, porque careció de un canto tan monumental y, a la vez, tan certero como la Odisea, que conmoviese entonces a una nación entera y, en lo sucesivo, a todos los hombres, con los peligros y las tentaciones del viaje. Sin embargo, la expedición de Jasón enraizaba en un puñado de leyendas quizá más remotas que el largo retorno de Ulises a Ítaca, pues, tras la caza del jabalí de Calidón, se nos presenta como la segunda gran convocatoria de todos los héroes de la Hélade. Y tantos y tan linajudos —hasta una mujer: la flechadora Atalanta— se enrolaron en el empeño de Jasón por recuperar aquella zalea dorada, que los poetas y mitógrafos, durante aquellos siglos antiguos, nunca se pusieron de acuerdo ni en su número —desde cincuenta y cinco hasta sesenta y nueve se llegan a contar en los distintos catálogos— ni en si participó el formidable Heracles, antes de acometer sus doce celebérrimos trabajos. Y bien fuera por este devanarse de vates, aedos y rapsodas o por la espléndida prosapia de los participantes en la gesta, al final se alumbró un gran poema en la biblioteca de Alejandría: las Argonáuticas (s. III a. C.), de Apolonio de Rodas, donde, en cuatro libros, encontramos armoniosamente hilvanadas todas las aventuras atribuidas a esta fabulosa empresa; desde su zarpar del golfo de Págasas hasta su atraque en las ignotas laderas del Caucaso, con su extraviado regreso por un Danubio, preñado de incertidumbres, y de nuevo por un mar Tirreno acechante de fieras sanguinarias, y hasta su travesía del desierto de Libia, donde su nao, la agorera y casi divina Argo, tuvo que ser portada a hombros hasta el lago Tritonis. Para entonces ya iba a bordo la hechicera Medea, cuya sombra, siempre tenebrosa y sembrada de muerte, superará con mucho a la del arrojado y voluntarioso Jasón.
«… la expedición de Jasón enraizaba en un puñado de leyendas quizá más remotas que el largo retorno de Ulises a Ítaca, pues, tras la caza del jabalí de Calidón, se nos presenta como la segunda gran convocatoria de todos los héroes de la Hélade»
Pues aunque Jasón cumpliese su propósito de recuperar la aurea pelambre del carnero alado para depositarlo en el templo de Zeus Lafistio, en Orcómeno, y que por fin descansase en paz el espíritu de Frixo, quien lo había encabalgado en su huida hacia el Caucaso; desde que la Argo arribara a la remota Cólquide, a orillas del Mar Negro, Medea se había adueñado del relato. Y todas las arduas trampas que debió sortear Jasón en su empeño, tanto allá en la Cólquide, donde tuvo que uncir a los indómitos toros ignívomos, o exterminar a los furiosos Espartos brotados de los colmillos de Cadmo, o por último y más sutil: adormecer al dragón insomne que custodiaba en el bosque consagrado a Ares el dorado vellón, como las siguientes y no menos difíciles pruebas que jalonaron su intrincado regreso, tanto por los ríos de los hiperbóreos como, luego, y ya en los mares, por las sucesivas islas donde arribaron hasta pisar de nuevo la Hélade, las superó gracias a las artimañas y las pócimas mágicas de Medea. Incluso, el último obstáculo y motivo de esta enrevesada peripecia: recuperar el trono de Yolco, también lo obtuvo Jasón por la intervención de Medea, cuando esta engañó, con un pase de manos, a las hijas de Pelias, rey del lugar y tío de Jasón, para que lo descuartizasen e hirviesen, persuadidas de que solo así rejuvenecerían a su vetusto padre. Y tal alarde de prodigios a cambio solo de un plácido y fiel matrimonio que Jasón le prometió a la maga caucásica y del que no disfrutaron en Yolco, sino en Corinto, donde reinaron porque la estirpe de Medea arrancaba de allí. Pero he aquí que, cumplida una década, Jasón se prendó de la princesa tebana Glauce y quiso tomarla como nueva esposa; entonces, Medea, empleando otra vez sus nigromancias, se vengó entregándole a la ilusa novia una corona y un peplo inmaculado que, en cuanto se los puso, ardió como la yesca. Furiosa como bacante, Medea, además, asesinó a sus hijos, y voló hacia Atenas. Allí, más sosegada, se casó con el rey Egeo; pero también tuvo que huir al descubrirse que intentaba envenenar a su hijastro Teseo; no obstante, sus fugas acabaron en los Campos Elíseos, donde exonerada de la muerte desposaría triunfal a Aquiles. En tanto, Jasón vagaría, como Edipo y Belerofontes, por la Hélade, miserable y sin amparo, hasta fallecer por la caída de un tablón carcomido de la Argo sobre su cabeza. Tal fue su condena por quebrantar el juramento de fidelidad a la maga.
«En tanto, Jasón vagaría, como Edipo y Belerofontes, por la Hélade, miserable y sin amparo, hasta fallecer por la caída de un tablón carcomido de la Argo sobre su cabeza»
Dejando a un lado todos los episodios del viaje, abigarrados en simbolismos mitológicos, y reparando tan solo en la figura de Medea, la leyenda nos ofrece una interpretación tan nítida como asombrosa: la consagración de aquel tótem, el vellocino de oro —sin duda emblema de Zeus, el dios supremo de los helenos—, exigía de la alianza con unas sacerdotisas, fueran de cultos premicénicos o bárbaros —de ahí su travesía hasta la lejana Cólquide o su remontada del celta Danubio en busca de la bruja Circe, tía de Medea—, que poseían unos poderes ancestrales, sin cuya aquiescencia los helenos no lograrían entronizar a su dios. Baste considerar que a Medea se la corona con la inmortalidad, mientras a Jasón…