Si el siglo XIX fue una fiesta de descubrimientos y el XX paraíso de los inventos, el tiempo que ahora transitamos por el momento no produce más que palabras imprecisas y difíciles de digerir. Se habla mucho estos días de la posverdad, en lo que uno adivina que este XXI puede convertirse en el siglo de la transformación por la palabra, que consiste en alterar las cosas como apetezca (a empresas y gobiernos, se entiende) siempre que se regale al pueblo un término con el que pueda entretenerse. Estamos en 2018 y ya tenemos la referida posverdad, pero también otros que te dejan aún más frío como transhumanismo, posthumanismo, dividendo de longevidad y demás engendros de palabra-ficción.
«Se habla mucho estos días de la posverdad, en lo que uno adivina que este XXI puede convertirse en el siglo de la transformación por la palabra, que consiste en alterar las cosas como apetezca (a empresas y gobiernos, se entiende) siempre que se regale al pueblo un término con el que pueda entretenerse»
No obstante, tengo para mí que, si por algo se caracteriza este siglo que apenas comienza, es por estar en proceso de culminar la verdadera revolución (¿involución?) de nuestro tiempo: alcanzar una sociedad postintelectual. No hemos celebrado lo suficiente la eliminación del cliché de la mujer florero cuando nos llegan tiempos de intelectual florero, que es esa persona que sabe mucho pero sobre todo sabe callar cuando corresponde, y además dice lo que uno quiere que diga, que es más bien poco.
Con los periódicos de papel en una caída libre de la que les va a resultar muy difícil salir, al menos sin dejar de ser lo que eran, y un mundo de la política profundamente desintectualizado, en el que prima el golpe en la mesa (aunque sea por tuit) y el eslogan cortito y de vuelo corto, las voces que portan opiniones profundas sobre los sucesos de nuestro tiempo se están tornando irrelevantes, lujos para minorías sin peso alguno en la palestra. La relevancia de los intelectuales en la vida del mundo civilizado ha disminuido de tal manera que ya puede considerarse apenas un fino manto con el que cubrir lo que quiere taparse, o una delgada lámina de pan de oro con la que embellecer eventos y saraos. La muerte de Umberto Eco bien podría inaugurar este nuevo tiempo de intelectuales invisibles, en el que los pensadores son una población pintoresca pero no un mecanismo real de cambio. También el intelectual tiene su parte de culpa en el proceso de invisibilización: de un tiempo a esta parte, su domesticidad ha sido tan evidente (empeñados en no hacer ni decir nada que el poder no tolerase, y recluidos en los palacios de la subvención) que su voz apenas se ha llegado a diferenciar de la del resto. De la misma forma que el perro actual culmina un proceso de domesticación desde el lobo primitivo, el intelectual de nuestro tiempo es una especie de ramplona suavidad en formas y contenido que cabe en cualquier parte y se puede mostrar a las visitas sin miedo de que las ruboricen.
«La relevancia de los intelectuales en la vida del mundo civilizado ha disminuido de tal manera que ya puede considerarse apenas un fino manto con el que cubrir lo que quiere taparse, o una delgada lámina de pan de oro con la que embellecer eventos y saraos»
Hubo un tiempo en el que la voz de los intelectuales fue imprescindible para luchar contra cualquier dictadura o pensamiento radical. Este colectivo ha pasado de ser la conciencia de la sociedad europea tras el horror de dos guerras mundiales a personajes sin brillo que de cuando en cuando ganan una fotografía en la sección de cultura de diarios que muy poca gente lee. Los pensadores de nuestro tiempo, por lo general, son cualquier cosa menos influencers. Jean-Paul Sartre, uno de las figuras del siglo XX que más supo de la unión entre pensamiento y poder, establecía una certera distinción entre el intelectual y el sabio que se basaba precisamente en eso, en que el pensamiento del intelectual influye en la sociedad, mientras que el del sabio es un proceso más bien individual, que como mucho llega a un puñado de acólitos. En nuestro tiempo sigue habiendo sabios, naturalmente, pero tenemos ya muy pocas personas de ese perfil que realmente influyan en las decisiones de políticos y empresas.
Los políticos de los 80 y 90 del siglo pasado se afanaron en poseer sus intelectuales de guardia, esos artistas domesticados que sacaban del cajón cuando tocaban a elecciones y volvían a llamar para la reelección. El PSOE supo tener a su lado una especie de dream team de la intelectualidad y el famoseo, y no puede decirse que no le rentaran. La sorpresa de este siglo XXI es que, demostrado que la opinión intelectual ha dejado de tener peso en la sociedad, los partidos apenas buscan el gritito de lucha de estos artistas, y mucho menos sus discursos o libros, porque lo que un intelectual verdadero dice siempre es extenso y prolijo, demasiado largo para un tuit.
«Hubo un tiempo en el que la voz de los intelectuales fue imprescindible para luchar contra cualquier dictadura o pensamiento radical. Este colectivo ha pasado de ser la conciencia de la sociedad europea tras el horror de dos guerras mundiales a personajes sin brillo que de cuando en cuando ganan una fotografía en la sección de cultura de diarios que muy poca gente lee»
Tampoco ayuda la velocidad con la que todo ocurre; últimamente, todos hablamos de lo mismo todo el tiempo hasta que el tema parece agotado y pasamos al siguiente trending topic sin que nos importe demasiado en qué había quedado la discusión anterior. Esta tendencia, en periodismo, ha alcanzado dimensiones epidémicas. Quizá los periódicos digitales con amplia oferta de opinión, como este desde el que les escribo, sean los últimos espacios de influencia en la sociedad, una especie de postreros reductos del pensamiento que realmente cala en el público general y no muere en el entorno de lo académico o de las publicaciones duras.
Lo tenemos más difícil que nunca, pero en este mundo de copia infinita, plagio sistémico y clonación perpetua debemos luchar para que el lector verdadero, aún no extinguido, siga encontrando algo que no haya dicho nadie hasta el momento.