Tales eran su furor y su destreza en el combate que no solo hirió sino hasta puso en fuga de la batalla al mismo dios de la guerra, Ares. El astuto Ulises, que se lo tenía muy bien calado, se lo llevaba de escolta en todas sus descubiertas; por supuesto, también cuando robaron el Paladión y dejaron a los troyanos sin su tótem protector —hoy diríamos: sin su santa patrona— y, por tanto, expuestos al aciago destino; consecuencia: Ulises, tras birlarle el ingenioso ardid del caballo al lelo de Prilis, lo puso en marcha confiando en que los teucros, desamparados de la divina protección de Atenea, eran propensos a cualquier engaño que aparentase un agasajo a los dioses. Justo y cabal: aquella ciudad, de invulnerables murallas, quedó convertida en una escombrera en cuanto sus cándidos habitantes dieron cobijo a aquel enorme y aparatoso señuelo.
Para entonces Diomedes se había ganado un distinguido puesto entre los héroes aqueos contra sus primeras andanzas que fueron algo turbias. Tal es así que casi todos los mitógrafos lo incluyen entre los Epígonos que arrasaron Tebas, junto a varios primos y un par de cuñados, todos parientes por parte de su mujer, la argiva Egialea; mientras que otro buen puñado de poetas, contradiciendo esta boda, lo sitúan entre la corte de pretendientes de Helena, antes de que se casara con Menelao y de que, por la clamorosa impericia erótica del átrida, se fugara con el bello y zalamero Paris, lo que ocasionó —como todos ustedes ya saben— la guerra más cantada de todos los tiempos. Y participase en el cortejo de Helena o en la destrucción de Tebas, o en ambos acontecimientos y sucesivamente, fue ante las murallas de Troya donde Diomedes despuntará como un invencible paladín aqueo.
No obstante, cuando la calma chicha impedía zarpar a la flota de Áulide, con la consiguiente discordia que aquel asueto ocasionaba entre la grey guerrera, Diomedes ya dio las primeras muestras de su ímpetu y obligó a Agamenón a ceder ante el adivino Calcante, y a sacrificar a su hija Ifigenia, puesto que solo, tras este holocausto, Artemisa les devolvería los vientos propicios para arribar a Troya. Y así, abrumada por esta siniestra ofrenda, zarpó la expedición, aunque con Aquiles entre sus naos, a quien Ulises había ido buscar con Diomedes hasta la isla de Esciros, donde lo ocultaba su divina madre, Tetis, pues sin la participación del Pélida la toma de Troya se presentaba imposible.
Pero transcurrieron los años y hasta murió Aquiles —dando, de paso, por concluida la Iliada— y seguían en las mismas: acampados a la sombra de aquellas murallas; y volvió a acompañar a Ulises hasta Lemnos por Filoctetes, pues según el mago Calcante solo con la participación de su heráclida arco sería posible asaltar Troya. Y tampoco sirvió de mucho traer al mefítico príncipe tesalio, salvo para que sus flechas acabasen con Paris Priamida y vengasen al Pélida Aquiles. Para entonces, Diomedes ya había exhibido de sobra su ferocidad, pues no solo había matado a cuanto troyano o aliado de estos encontró a su paso, salvo a Eneas, a quien libró su mamá, Afrodita, aunque saliese rasguñada en su divina mano, y a Ares, que voló hacia el Olimpo en cuanto se sintió herido en el costado. Y si el dios de la guerra, un tanto avergonzado, optó por no volver a pisar aquel combate; la diosa del amor, por su parte, se la guardará a Diomedes para el regreso, cuando unirá su inquina a la de Nauplio, ansioso por vengar la infame lapidación de su hijo Palamedes, que había urdido Ulises por haberlo involucrado en aquella guerra tan incierta, larga y engorrosa.
En efecto, el dolido Nauplio hizo naufragar a la flota aquea durante su retorno con un falso faro sobre los arrecifes de Cafareo; pero por si alguno de los caudillos sobrevivía, había convencido a unas cuantas regias esposas, entre ellas, a Egialea, la de Diomedes, de que sus maridos traían nuevas y muy amadas concubinas. Y, claro, cada una de ellas no solo tomó amante, sino preparó una infalible celada de la que resultar viuda pero con la que conservar el trono —doble jugada en la que intervino con gozo Afrodita—. Y el hasta entonces invicto Diomedes se vio tan apurado para sortear aquella trampa que buscó, primero, amparo en un templo de Hera y, luego, se exilió para siempre de Argos; cuentan que a Italia.
Y a la vista de su invencibilidad; ¿cómo dudar de que si no se hubiese antepuesto la subyugante juventud del Pélida, Diomedes sería recordado como el máximo héroe heleno? Más aun cuando fue el único aqueo que se le enfrentó tras el asesinato de su primo Térsites. Pero Diomedes, salvo en el fragor del combate, nos aparece templado e incluso cauto; distante en todo del arrogante y temerario Aquiles. Y si tal mesura le restó siempre atractivo para los griegos, añádale que, pese a la protección de Atenea, que lo mantuvo invulnerable para hombres y hasta para algún dios como Ares, no pudo zafarse de las tozudas y venenosas asechanzas de otra diosa, la casquivana Afrodita. Con lo que si sumamos ambos hechos —su enfrentamiento con el arrebatador Aquiles y el rencor de Afrodita; la pareja más bella y deseable del universo helénico—, Diomedes pierde ese cautivador halo, tan apetecido por los griegos, y que su leyenda refleja cuando lo condena al exilio.