Ay, las encuestas. Siendo España el país de las contradicciones, con líderes comunistas peleándose por sacar en procesión al altísimo y en el que la política es un pim-pam-pum en el que antes solamente había dos muñecos y ahora Barrio Sésamo entero, creerse el resultado de una encuesta es creer en unicornios. Para empeorar la cosa, este siglo se ha empeñado en pulverizar todo lo que antes era sólido. La palabra opinión, como la palabra verdad, van camino de no significar casi nada en unos años. Si la fábrica global de estupideces produjo ese vocablo maldito que conocemos como posverdad, engendro léxico que se mueve entre la verdad y la mentira para confundir una y otra, no tardaremos en tener otra de esas palabras incómodas para designar esa opinión que cambia sin cesar, y que trae de cabeza a los profesionales de la demoscopia. Eso ocurre porque en la sociedad actual, cuando algo va mal, inventamos una palabra. Si se avecina una recesión, pues no hay problema, lo llamamos desaceleración, que es una palabra de mucho fuste y que parece que aminora e impulsa al mismo tiempo. Que hay que subir el precio de casi todo, pues tranquilos, lo llamaremos actualización de precios, y en ese plan.
«Siendo España el país de las contradicciones, con líderes comunistas peleándose por sacar en procesión al altísimo, creerse el resultado de una encuesta es creer en unicornios»
Se esperan elecciones en mi Andalucía, porque últimamente en España siempre estamos en vísperas de votar algo o a alguien. Habiendo votación cerca, nuestras calles se llenan de una pequeña legión de encuestadores de los que apenas cobran (esa generación de universitarios que utilizamos como temporeros de lo intelectual, en lugar de ofrecerles un empleo fijo) para cazar intenciones de voto como quien caza perdices.
El problema con la intención de voto es que últimamente tiene más que ver con la opinión que con la ideología, y en nuestro país televisiones y redes sociales han mutado todo ciudadano en un opinante, aspirantes en la intimidad a emular esos zombies de la palabra y la opinión que el gracejo popular, por tertulia, ha dado en llamar tertulianos.
De modo que la cosa está en que las encuestas fallan que es una barbaridad, y las lecturas que los políticos hacen de cada encuesta podrían ingresar de manera automática en la antología del disparate. La Sociología, ciencia de mucho respeto, ha encontrado su Everest en la mente de estos ciudadanos del siglo XXI que cambian de idea como quien cambia de camisa, y que pueden tener una opinión radicalmente distinta con la lectura de un par de tweets. En Estados Unidos el problema de la escasa fiabilidad de las encuestas ha alcanzado dimensiones catastróficas, y hay cientos de empresas que revisan protocolos y mecanismos de predicción sin que nadie sepa a ciencia cierta que tornillo hay que apretar.
«La Sociología, ciencia de mucho respeto, ha encontrado su Everest en la mente de estos ciudadanos del siglo XXI que cambian de idea como quien cambia de camisa, y que pueden tener una opinión radicalmente distinta con la lectura de un par de tweets»
Hemos pasado del voto oculto al voto volátil, y esto ocurre porque se avecina la sociedad cuántica, que consiste en que el individuo sea a un tiempo una cosa y la contraria. ¿No queríamos una sociedad líquida? Pues sabed, políticos, que ha llegado el tiempo del voto líquido, que es la respuesta a una opinión sin rumbo que, como el agua, toma siempre la forma del lugar en el que está.
Sabemos menos que nunca qué va a pasar en unas elecciones, y eso es catastróficamente divertido, porque obliga a los políticos a tener un discurso en movimiento continuo, con la esperanza de que en el momento de emitir el voto se produzca el milagro de que la veleta del ciudadano apunte hacia el lugar en el que ellos están. Por eso mi Andalucía siempre está por encima de cualquier siglo, de cualquier época. Porque por aquí sí sabemos, haya sociedad cuántica o no, cuál va a ser el resultado de las elecciones.