El perpetuo adversario del Pélida Aquiles es Héctor Priamida; y en absoluto por las tres ocasiones en que se enfrentaron ante los muros de Troya; aunque, si ustedes recuerdan, en un par de ellas fue por parte interpuesta, como cuando Héctor combatió hasta el anochecer contra Ayax Telamón, porque el hijo de Tetis le había cedido con su retirada el lugar en el desafío, o en aquella otra, cuando creyendo abatir al Pélida, era solo a su armadura animada por Patroclo. Pero, finalmente, Héctor se vio las caras con el príncipe de los mirmidones, que había regresado a la batalla con nuevas grebas, peto y yelmo, forjados a toda prisa por el divino Hefesto para que vengase a su amado amigo. Pues bien, no será esta perseverancia de Héctor, constatada por estos tres choques, la prueba para convertirlo en su eterno adversario, ni tampoco el ser heredero de Priamo y, en consecuencia, corresponderle el título de primer defensor de Troya, sino porque la Ilíada finaliza con la devolución de su cadáver por Aquiles, tras este tercer y último duelo. Luego, fue una elección arbitraria de los aedos al abrochar todos los cantos que compondrían la Ilíada con este combate lo que convertiría a Héctor en el contrincante sempiterno de Aquiles, pues reparemos en que aquellos poetas errantes podían haber escogido cualquier otro final, dado que la guerra de Troya proseguía con otro puñado de acontecimientos capaces de compungir de sobrado a su auditorio, como la inmediata muerte de Aquiles por un certero flechazo de Paris, o el famoso engaño del caballo, o la masacre de la población troyana, o la seviciosa subasta de sus mujeres o, finalmente, los funestos retornos de los aqueos a la Hélade, salvo el muy enrevesado y demorado de Ulises, que se cantará espléndidamente en el otro gran poema homérico: la Odisea.
Por tanto, Héctor Priamida será el gran paladín troyano sobre Eneas o incluso sobre sus hermanos y otros reyes aliados porque los aedos decidieron concluir la Ilíada con su muerte, convertida así en el momento cumbre, provocado por el hijo de Tetis cuando abandona su retiro —con el que se inicia el poema— y regresa al combate con más furia aun de la mucha que lo había apartado. No obstante, la figura de Héctor había sido distinguida en algunos cantos previos; por ejemplo, ya descuella como un arrojado héroe cuando reta al Pélida y es Ayax quien recoge el desafío; o también el Priamida se significará como un valeroso caudillo cuando guíe a los dárdanos hasta los barcos de los aqueos para incendiarlos. Pero tras este voluntarioso guerrero, el poema también nos muestra a otro Héctor, padre amantísimo y compadecido esposo por los estragos con que el largo sitio de Troya quebranta su hogar; un Héctor que, aun en la poquedad de esos versos, encarna unos valores domésticos ausentes del todo en el campamento aqueo, donde rige la inclemencia y la codicia; y nos basta con recordar algunos hechos que se interpolan entre el fragor bélico, como el atroz sacrificio de Ifigenia como sello de la alianza micénica, o la pérfida venganza sobre Palamedes de Ulises por descubrir su renuencia ante el resto de los jefes, o la impúdica persecución del adolescente Troilo por Aquiles o el blasfemo estupro de las pitonisas Briseida y Criseida y, sobre todo, su ansiedad por poseer las riquezas de Troya que los mantiene anclados durante dos lustros sobre aquellas playas.
Y esta diferencia de talantes entre el príncipe troyano y sus sitiadores nos refleja poéticamente la invasión de la Hélade por un pueblo rudo y septentrional: los dorios. Allí se encontraron y sometieron a los micénicos o aqueos sobre el s. XII a. C. y además, como nos cantan estos memorables poemas, heredaron las historias de su pugna contra la confederación de dárdanos y teucros (restos de minoicos con un fuerte componente hitita y semítico), formada por unas cuantas ciudades costeras de Anatolia —por cierto, todas devastadas por Aquiles según la Ilíada—, al rededor del comercio del oro, la plata, el cinabrio y ciertas maderas provenientes de las riberas del Mar Negro, que administraba Troya por su situación de centinela del estrecho de los Dardanelos, como también ante sus muros concluían las caravanas que las abastecían de lino, cáñamo y otros tejidos fabriles, así como de cereales, legumbres y demás alimentos transportables, e incluso de fascinantes delicadezas, como la mirra y el jade, llegadas desde la meridional Mesopotamia o desde la remota Asia, productos que exportaba esta liga de navegantes hasta el poniente más lejano, manteniendo un comercio heredado de la talasocracia minoica, desaparecida hacía un par de siglos por la erupción de Santorini.
Sin embargo, estos poemas fueron compuestos por vates dorios para la exaltación de su memoria nacional, y aunque se nutriesen de leyendas y hasta de conflictos micénicos, esencialmente enaltecieron su arrasadora irrupción en la Hélade como un “proceder modélico”, con lo que fundaron la nueva moral “agonal” o de lucha, cuyos ejemplos eran unos legendarios patriarcas aqueos a los que convirtieron en caudillos sanguinarios, amparados por el irreprochable y hasta venerable título de héroe —“semidiós” o poseedor de sangre divina—, y entre todos estos, brillaba por su insolente arrogancia e inmarcesible juventud: Aquiles. De modo que Héctor, su eterno contrincante, no podía ser una figura menor, solo que estaba demasiado atado al hogar para ser admirable o, en la mentalidad doria, envidiable.