Salvo por el nombre geográfico, África parece no existir en la concepción actual de nuestra sociedad, al menos en parte. Y es que, de un continente tan rico, extenso y heterogéneo como es el africano, en la mayoría de ocasiones solo nos llegan imágenes preconcebidas de hambrunas, enfermedades, grupos terroristas, guerras interminables, golpes de Estado y corrupción.
Por ello, en este sentido me gustaría comenzar reafirmando que en el continente vecino sí existen los derechos humanos; los términos “África” y “derechos humanos” no son un oxímoron. De hecho, como ya fue expuesto por Immanuel Kant en el siglo XVIII, el fundamento de los derechos humanos reside en la dignidad intrínseca de la persona; dignidad entendida como fin en si mismo y no como medio. Y esa dignidad la tenemos todos los seres humanos con independencia de nuestro color, sexo, lengua, religión, opinión política u origen social o nacional. Afirmación que, precisamente, aparece recogida en el artículo segundo de la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos (1981).
De ahí, en efecto, se deriva la importancia de los órganos judiciales de protección internacional de los derechos humanos, los cuales velan por la salvaguarda de los tratados ratificados por los distintos Estados. Así pues, en la actualidad, contamos con tres órganos judiciales destacados: el Tribunal Europeo de Derechos humanos, fundado a finales de la década de los 50 del siglo pasado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, fundada a finales de la década de los 70, y, finalmente, el Tribunal Africano de Derechos Humanos y de los Pueblos, creado en 1998, aunque no fue sino hasta 2008 cuando empezó a funcionar.
Como andaluz que soy, sé de primera mano que apenas nos separan 15 kilómetros desde la punta Cires en Marruecos a la isla de Tarifa en España. Y, si bien, ya había investigado sobre los flujos migratorios, sobre los derechos de los migrantes y sobre las ilícitas devoluciones sumarias que tienen lugar en los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla, en mi estudio doctoral quería centrarme en las causas profundas de la migración, por lo que decidí adentrarme en la consolidación de las instituciones judiciales del propio continente africano. Ya que, como mantienen personalidades de la talla de Koffi Annan –Premio Nobel de la Paz de 2001–, existe un innegable círculo virtuoso entre seguridad, estabilidad, paz, lucha contra la impunidad, derechos humanos, consolidación de las instituciones democráticas y desarrollo económico, social y cultural de una región.
Teniendo en cuenta dicho contexto, en mi tesis doctoral he realizado un análisis iusinternacionalista del Tribunal Africano de Derechos Humanos y de los Pueblos. Estudio que es testigo de las importantes y desconocidas actuaciones, incluso en el propio continente, que ha venido acometiendo el órgano judicial en los últimos años. Por poner solo algunos ejemplos, las decisiones garantistas del Tribunal abarcan desde casos relativos a asesinatos de periodistas que investigaban tramas corruptas, pasando por pronunciamientos sobre violaciones de los derechos de las mujeres y de las niñas, privación arbitraria de la nacionalidad, expulsión de pueblos indígenas de sus tierras, condenas a muerte, fraude electoral, o, por acudir a una de sus decisiones más recientes, el reconocimiento del derecho a la libre determinación del pueblo saharaui. Ordenando en la mayoría de sus sentencias reparaciones apropiadas, para lo cual ha bebido de la jurisprudencia de la Corte Interamericana.
No obstante, como toda institución joven, aún hay determinados aspectos que perfilar. En especial, potenciar las relaciones de complementariedad con otros órganos del sistema africano, así como dinamizar el seguimiento de las decisiones dictadas. A lo que se une su remarcable infrafinanciación.
Precisamente, a este último respecto, en un mundo interconectado como en el que vivimos, aquello que tiene lugar en un punto del planeta puede presentar consecuencias de largo, profuso y profundo alcance en otras (o en el resto) de regiones. Y, si bien, desde instancias europeas y españolas se enfatiza en la importancia del continente vecino (y no tan vecino, pues, recordemos, España es un Estado bicontinental) debido a su cercanía geográfica, cultural, histórica, económica o social, sin embargo, entendemos que las aportaciones a la consolidación de instituciones democráticas como el Tribunal Africano podrían admitir un incremento.
Aprovecho estas ultimas líneas, en primer lugar, para agradecer enormemente a la Fundación Brunet que haya galardonado mi investigación con tal prestigiosa distinción. En segundo, para dar las gracias a las tantas personas e instituciones que me han acompañado a lo largo de los últimos años, y, como no, especialmente, a mis directores de tesis, los profesores Ana Gemma López Martín y José Antonio Perea Unceta. Y, por último, en este tiempo de cambios vorágines, a veces sin un rumbo cierto, para animar a todos los jóvenes a que sigamos construyendo juntos una sociedad más justa, más plural, más inclusiva, más democrática; en definitiva, más humana. Como escribiría Machado, aún es hoy todavía.