El diario español de referencia, El País, publicaba recientemente un artículo denunciando que Israel planeaba la deportación de Omar Shakir, director de Human Watch Right para Israel y Palestina.
El medio dedicaba toda una pieza a este “activista por los derechos humanos” y reproducía sus declaraciones: “Nosotros no apoyamos el BDS, solo cuestionamos a empresas que, como [la plataforma de alquileres turísticos] Airbnb, hacen negocios en Cisjordania bajo la ocupación sin respetar la ley internacional y discriminando a los palestinos.”
El artículo en su totalidad servía de reproductor de las ideas de Shakir, pero, evidentemente, adolecía de la labor periodística de corroborar el contenido de las afirmaciones del sujeto de la noticia. De hecho, una breve y simple búsqueda en internet habría permitido descubrir que Shakir cuenta con un largo y público historial de activismo y compromiso con el movimiento BDS.
Por ejemplo, en un tuit de 2016 afirmaba: “Nuestro movimiento sigue rodando, apunte otra victoria para el BDS…”. Es decir, según él mismo, en abril 2016 seguía siendo parte de ese movimiento: ergo, seguía siendo un activista antiisraelí.
El País, no obstante, no ofrecía esa información a sus lectores, como tampoco explicaba en qué consiste el movimiento BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones), clave para entender de qué se acusa a Shakir. En esencia, el BDS es un movimiento que bajo un disfraz del activismo por “los derechos humanos” busca la desaparición de estado judío, promoviendo el aislamiento y la demonización internacional de Israel. Su componente discriminatorio y antisemita han hecho que sea legalmente condenado en numerosos países.
Al revés de lo que hace la mayoría de los medios mainstream, los fundadores y líderes del BDS no esconden su agenda. Por ejemplo su co-fundador Omar Barghouti, dejó claro en un video publicado por la web anti-israelí Electronic Intifada: “definitivamente nos oponemos a un estado judío. Ningún palestino racional… aceptará jamás un estado judío en cualquier parte de Palestina”.
Pero El País no aportaba este contexto, dejando a Omar Shakir como mero “activista por los derechos humanos”, víctima de un “viacrucis legal” (sic).
Saltemos a otro medio de máxima relevancia, en este caso la agencia EFE, la primera agencia de noticias en español. Ésta dedicaba una crónica a una exposición a la que apenas asistieron unas 100 personas, que fue organizada por Eitan Bronstein, fundador de la ONG Zochrot. Lo único que aportaba EFE como información acerca del realizador de la muestra:
“… fundador de la iniciativa De-Colonizer, que documenta la historia de la Palestina histórica y la Nakba (catástrofe en árabe) y ha creado un mapa en el que localiza las ruinas de unas 500 villas árabes que quedaron total o parcialmente destruidas con la creación del Estado de Israel.”
Pero, al igual que en el caso antes citado de El País, faltaba información esencial para entender la historia en su totalidad. En efecto, Bronstein es mucho más que el realizador de una exposición, es un activista político que promueve el “derecho al retorno”, es decir el final del Estado judío.
Bastaba echar un vistazo a la web NGO Monitor para descubrir el grado de implicación política y de la lucha anti sionista del realizador y su organización. Implicado en actividades de banalización del Holocausto, incluso participó en las llamadas “Marchas del Retorno”, orquestadas por Hamás, dando un discurso acerca de las maldades de los israelíes.
En ambos casos citados, los periodistas se erigieron en meras correas de transmisión de un mensaje determinado, sin corroborar ni contextualizar.
Evidentemente no hay nada reprobable en citar a las ONG, recurrir a ellas o informar de sus denuncias, pero el problema surge en el momento en el que el periodista parece caer presa de su poder hipnótico, y pasa a presenta a estas organizaciones como única fuente, libre de todo análisis y verificación. Como si por el hecho de ser supuestamente “no gubernamentales”, no tuvieran una agenda política y unos intereses determinados que el público merece conocer.
De hecho, esta “fascinación” mediática por ciertas ONGs es un síntoma más de uno de los grandes problemas del periodismo actual respecto a Israel y los palestinos: sus fuentes. Ni son variadas, ni representan distintas sensibilidades y ni siquiera son contextualizadas.
Los medios han forjado una imagen del llamado tercer sector como si se tratara de una “voz independiente” con autoridad en la materia y por lo tanto imparcial. Una versión moderna del Aristóteles dixit.
Omitidas las vinculaciones de ciertas ONGs con grupos terroristas, o silenciados y tergiversados sus verdaderos objetivos (como en el caso del BDS), los profesionales que deberían ampliar, contrastar y ahondar en sus fuentes, prefieren asumir sus narrativas, siempre y cuando estas concuerden con su prejuicio.