Cuando vio la luz la sentencia de la Manada de Pamplona, muchos juristas nos quedamos estupefactos. Después de leerla, recuerdo que publiqué en twitter, esto sólo puede acabar de dos maneras: o se modifican los hechos probados o se modifica la calificación jurídica. Y es que la sentencia describía en los hechos lo que el Tribunal Supremo ha venido calificando reiteradamente como una «atmósfera intimidatoria», que permite apreciar la violación aunque no se haya dado intimidación explícita.
Ya sabemos el final de esta historia: el Tribunal Superior de Justicia de Navarra optó por conservar la primera sentencia, pero en esta ocasión hubo dos votos particulares que acabaron coincidiendo con el parecer del Supremo: era violación. ¿Por qué los jueces navarros fueron tan ce rriles? Quién sabe…, pero en ese caso el problema no era el Código Penal, sino los magistrados. En la Manada de Manresa, me temo que ocurre todo lo contrario: es ante el Parlamento, no ante el Tribunal, donde debemos protestar.
El Código Penal de 1995 distingue dos conductas contra la libertad sexual: agresión sexual (arts. 178 y 180), abuso sexual (arts. 181 y 182). Además, existen el abuso y la agresión sexual a menores de 16 años (art. 183), así como los delitos de acoso sexual (art. 184), de exhibicionismo (art. 185) y de explotación sexual (art. 187 y siguientes); pero, ahora vamos a centrarnos en distinguir abuso y agresión sexual.
La agresión sexual, seguro que os habéis hartado de oírlo, exige violencia o intimidación. ¿Qué significa eso? Para el Derecho penal, violencia es cualquier fuerza física ejercida sobre la víctima y la intimidación cualquier forma de amenaza explícita o implícita. Importante (!): tanto la violencia como la intimidación deben ser instrumentales para que podamos hablar de agresión sexual, es decir, deben ser el medio para doblar la voluntad de la víctima y que el agresor satisfaga su deseo, o «ánimo lúbrico» en jerga jurídica.
«Imaginad a una persona tetrapléjica, con la vigente redacción del Código Penal, nunca podrá ser víctima de una agresión sexual, a que la violencia no se habrá usado, propiamente, para doblar su voluntad»
Esto plantea un serio problema, ya que si, durante una violación, se golpea a una mujer, que ya estaba inconsciente, jurídicamente, no podremos hablar de una agresión sino de un abuso sexual en concurrencia con un delito de lesiones leves (art. 147.2 CP). Y aún más: imaginad a una persona tetrapléjica, con la vigente redacción del Código Penal, nunca podrá ser víctima de una agresión sexual, incluso aunque la vulneración de su libertad sexual sea violenta, ya que la violencia no se habrá usado, propiamente, para doblar su voluntad.
¿Cabreados? Pues esperaos que viene lo mejor…
El Código Penal distingue entre agresión sexual y violación. Sí, la palabra «violación» está en el Código Penal, más exactamente en el art. 179, aunque algunos cuñados digan que hablar de violación en las sentencias es una concesión al feminismo. ¿Qué las distingue? La violación exige que la agresión sexual consista en penetración:
«[con el miembro viril] por vía vaginal, anal o bucal, o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de la las dos primeras vías» (art. 179).
Veámoslo con ejemplos: el agresor sexual golpea (violencia) a la víctima que, asustada, deja que le sobe los pechos, o bien, le pone una navaja en el cuello (intimidación) para el mismo propósito. Pena: cárcel de uno a cinco años.
Si, la golpea y le exige que le haga una felación para no seguir con la paliza, o bien la penetra amenazando con acuchillarla, tenemos una violación. Pena: cárcel de 6 a 12 años.
Existen una serie de agravantes en el art. 180, que suben la pena de cinco a diez años de cárcel en la agresión y de doce a quince en la violación. Entre otras, que la agresión sexual sea grupal.
¿Qué es el abuso sexual? Pues, lacónicamente, el art. 182 nos describe la conducta como el atentado contra la libertad e indemnidad sexual ajena, «sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento». Vamos, todo lo que no quepa en agresión o violación, se condena como abuso, si no hubo consentimiento sexual.
Los apartados segundo y tercero del art. 182 son los que clarifican también como abuso sexual, los atentados contra la libertad sexual que se produzcan cuando la víctima está inconsciente:
«así como los que se comenta anulando la voluntad de la víctima mediante el uso de fármacos, drogas o cualquier otra sustancia natural o química» (art. 182.2)
O cuando el autor se prevalezca de una situación de «superioridad manifiesta que coarte la libertad de la víctima» (art. 182.3).
¿La pena? Prisión de uno a tres años o multa. Si hay penetración, de cualquier clase, en los términos del art. 179, prisión de cuatro a diez años.
¿Problemas que plantea esta clasificación? O sea, más problemas, de los ya vistos… Bueno, de entrada ha traído mucha confusión que es esto de «prevalecerse». Para algunos tribunales es el sexo obtenido en el marco de una relación de poder, jefe-empleada, profesor-alumna; para otros es una intimidación atenuada. Precisar qué «intimidación» era suficiente para la agresión y cuál se iba a abuso, creedme, ha dado lugar a ríos de tinta de discusión entre tribunales, pagando el precio las víctimas.
Luego está un tema que a muchos juristas de otros países les choca: si el violador droga a su víctima, sólo podrán condenarlo por abuso. Y precisamente este precepto, el art. 182.2, es el que ha atado de pies a manos al tribunal barcelonés.
En contra de reformar el Código Penal, algunos juristas argumentan que es conveniente distinguir entre agresión y abuso según los medios empleados para forzar a la víctima. Coincido con ellos en que el Derecho penal está obligado a medir en sus penas cosas muy desagradables, como el grado de sufrimiento infringido a la víctima, o si parte de ese sufrimiento fue gratuito incluso para obtener el fin penal (la agravante de ensañamiento). Ahora bien, creo que no debemos olvidar que la justicia, especialmente, la justicia penal juega un importante rol simbólico y comunicativo en la sociedad.
En Alemania y otros países, hace tiempo, optaron por abolir la distinción entre agresión y abuso. Sólo hay agresión sexual. Esto no impide, que la pena oscile a más o menos, según el grado de brutalidad empleada sobre la víctima. De modo que la preocupación del sector jurídico contrario a la reforma de nuestro Código pierde fuelle. Al tipo que pegó una paliza a la víctima o le puso una navaja en el cuello siempre le podremos poner más años. Pero, tanto si la amenazó a punta de pistola, como si la drogó o se aprovechó de que estaba borracha, el tipo será un agresor sexual, un violador, para el Derecho.
El modo en como una sentencia califica los hechos, más allá de las penas, genera un impacto en la sociedad que reacciona muy mal cuando el tecnicismo jurídico parece introducir matices morales de disculpa, en una condena que, por obvias razones, suscita las peores repulsas. Recordemos que la constitución (art. 117.1) es clara: «la justicia emana del pueblo». Conviene, pues, que el legislador evite tensiones innecesarias entre la gente y el Poder Judicial, para salvaguardar al último del desprestigio.
Digamos sí a la reformar nuestro Código Penal, para que sólo haya un calificativo jurídico contra quien vulnera la libertad sexual ajena: violador. En esto merece que la Ley aprenda de la calle.