A Manolo le molesta cuando se lo recordamos. La última vez que se lo dije, hace unos días, y al ver su reacción, me propuse no volver a mencionarlo, aunque no sé si seré capaz de contenerme. Y no es que Manolo sea antipático, no van por ahí los tiros. Es un tipo divertido y lo sería aunque se empeñara en lo contrario. Los años le han clareado la coronilla, pero no le han borrado la cara de niño travieso, de personaje de tira cómica. Como tampoco es muy alto, su aspecto tiene algo infantil que debe desconcertar a quienes le tratan ahora y deben llamarle de usted.
Yo le conocí cuando teníamos dieciséis o diecisiete años, tampoco es importante ser preciso en esto. No diré que me pareció un chaval distinto, porque no quiero que imaginen algo retorcido o sobrenatural. Sin embargo, es verdad que me sorprendió su personalidad desenfadada y su confianza en sí mismo. A esas edades, a los chicos les gusta darse importancia y él se la quitaba con un surtido de muecas que giraban cada situación, por solemne que fuera, hacia la comedia. No le recuerdo ni una sola borrachera atormentada; todas eran felices.
Siendo su buen carácter algo encomiable, lo que me fascinó de Manolo fue su manera de jugar al fútbol. La expresividad gestual y su alegría de existir se trasladaban al juego, de tal manera que hacía regates que eran trucos de ilusionismo en la ejecución y gags de humorista en el planteamiento. Pondré ejemplos. Si había que saltar sobre el balón, lo hacía con fingida aparatosidad para avanzar luego con paso firme y elegante; cuando recortaba a un rival, y una vez tumbado el otro, le dedicaba la mirada entre burlona y estupefacta del Correcaminos.
No era un faltón, tampoco piensen eso. Sólo se reía de los adversarios que le perseguían con aviesas intenciones. Cuando uno de aquellos depredadores completaba una acción de mérito, Manolo exclamaba: “¡Eso lo hago yo!”. Y los lobos aullaban.
Era una pieza codiciada, pero muy pocos consiguieron cazarlo. Tenía velocidad para escapar e intuición para esquivar las patadas. Contaba, además, con un cuerpo prodigiosamente robusto para su estatura y su peso. También tenía gol. La portería es un espacio que se ensancha o achica según la percepción y los complejos del atacante y Manolo siempre la observó como un mirador inmenso, libre de traumas.
No era regular porque no se puede tener todo y porque la genialidad tiene origen en un cortocircuito que apaga ciertas bombillas. No se cuidaba en absoluto o, para ser exactos, diré que se cuidaba absolutamente. Podía llegar al campo somnoliento o chupando la pata de una nécora. Podía ofuscarse con un truco fallido o con un adversario sin sentido del humor. Eso sí, llegado el día, los estallidos de talento le brotaban como un geiser. En cierta ocasión, y tras marcar uno de sus goles teatrales y fabulosos, un árbitro se puso a aplaudir sin que un solo rival le reprochara el gesto. Recuerdo que era un árbitro de gesto adusto y poco hablador, uno de esos tipos que han visto naves arder más allá de Orión.
Me consta que el Rayo Vallecano le ofreció jugar en su equipo juvenil y es probable que le llegaran otras ofertas que no comentó y debió desestimar con la misma rapidez. Supongo que no encontraba razones para cambiar una felicidad cierta por una felicidad improbable.
Poco antes del último partido de un torneo que ganaríamos con una victoria más, le propuse que organizáramos un plan especial de entrenamientos. Me respondió con una carcajada sonora y sincera, como si le hubiera contado el mejor chiste en años. Me felicitó por la broma y continuó a lo suyo.
La vida nos llevó luego por caminos distintos. Yo me hice periodista y tuve como trabajo ver partidos en los que casi siempre echaba de menos el ingenio de Manolo. Una y otra vez me digo que habría podido jugar en Primera División. No sé si hubiera sido Sabas o Maradona, pero estoy convencido de que tenía tanto talento como los mejores y algo más de imaginación. Cada año nos reunimos los amigos de entonces en las fiestas del pueblo y en algún momento, invariablemente, le decimos a Manolo qué bueno eras, cabrón. Antes de que rememoremos la anécdota del árbitro nos espanta con el gesto torcido. Me pregunto si lo hace por quitarse por importancia, porque le duele el recuerdo o porque al final perdimos ese partido que nos hubiera hecho campeones.