El 31 de julio tuiteé a las siete y media de la mañana que el Sueño Americano encarna la idea que Estados Unidos tiene de sí mismo como país ―una democracia abierta que anima a triunfar a quien se lo proponga―, mientras que el Sueño Español es un piso propio muy cerca de la familia, para poder acarrear tápers llenos de croquetas. Pese a que la pedrada tempranera cayó en un Twitter aletargado por el calor, en fecha trashumante donde las haya, doy fe que el rincón español de la red azul ardió. Casi al instante empezaron a llegar respuestas frenéticas, desde las displicentes que calificaban el concepto de éxito de ‘magufada coaching vendehúmos’ hasta los gifs de un hámster que me llamaba gilipollas. Otros contaban que la escritora estadounidense Candace Bushnell ―autora multimillonaria de la novela en que se basó la serie Sexo en Nueva York― reniega hoy del Sueño Americano, pues a los 60 años está sola, sin esa familia que no entraba en su esquema estadounidense del triunfo. Me interesó una detallada descripción de un tuitero que había delimitado cuidadosamente su ‘Sueño Español’ como una suerte de barrio familiar, en un perímetro de 10 kilómetros, el mismo donde habían nacido él, su esposa, sus padres y su hermano, a cuyas casas podía ir a comer “sin avisar y siempre que quiera”. No faltaban las críticas al capitalismo, los repasos de las matanzas masivas ―tristemente premonitorios de El Paso y Dayton―, ni las invectivas contra el abandono sanitario que sufren los ciudadanos estadounidenses pese a los impuestos que pagan.

«No faltaban las críticas al capitalismo, los repasos de las matanzas masivas ―tristemente premonitorios de El Paso y Dayton―, ni las invectivas contra el abandono sanitario que sufren los ciudadanos estadounidenses pese a los impuestos que pagan»

Desde el punto de vista sociológico, lo relevante de la tormenta frenética de respuestas era la defensa a ultranza de España por parte de mis compatriotas de derechas y de izquierdas. En una red social como Twitter, que cataloga de inmediato los temas con un esquema binario, para poder abordarlos como un público futbolero de hinchas enfrentados que se insultan, no recordaba yo ―en una década larga de experiencia― un consenso semejante en ningún asunto nacional. Tengamos presente que en España la política se da un aire de pelea rural de gallos balineses, con un público salpicado de sangre que agita en el aire sus manoseados billetes de apuestas. Están políticamente etiquetados todos los aspectos de la vida pública y privada, incluyendo los que puedan clasificarse como de ocio y entretenimiento, desde la cultura y el deporte hasta la vestimenta, por lo que conmovía casi hasta la lágrima la defensa unánime y furibunda de lo que llamé en tuits subsiguientes ‘El sueño español de la croqueta’.

El voleibol de ideas con las generaciones jóvenes puede resultar más provechosa que la ingesta de apostolados refritos que es a menudo la interacción con las generaciones de más edad. Y sirve de termómetro del país real. Los jóvenes desconocidos que me rebatían e insultaban no me bloqueaban y varios de ellos y de ellas se convirtieron recién iniciado el rifirrafe en seguidores de mi cuenta (y yo de las suyas). Pero ¿qué tenía mi tuit temprano para haber desatado en la fecha más vacacional del año un granizo verbal abrasador en defensa de España? Pues bien, creo que el afilado mensaje funcionó como un dedo en el ojo de la identidad nacional, ese yo patrio difuso e inaprehensible, tan esquizofrénico, dirían algunos, que ha financiado durante cuatro décadas el secesionismo nacionalista.

«Pero ¿qué tenía mi tuit temprano para haber desatado en la fecha más vacacional del año un granizo verbal abrasador en defensa de España?»

La noción del Sueño Americano, implantada en el subconsciente de la nación estadounidense sin distinciones políticas, raciales ni generacionales, no es una particularidad genética ni un suceso sobrevenido. La expresión en sí, repetida hasta la saciedad en la alta y baja cultura, la acuñó James Truslow Adams en su Épica de América (1931): “Hemos tenido el sueño americano, ese anhelo de un lugar donde la vida debería ser mejor, más rica y plena para cada cual, con oportunidades adecuadas para cada talento y cada empeño”. Consciente de la singularidad del planteamiento, Truslow añade una reflexión perentoria para el caso que nos ocupa: “Es un sueño que a las clases altas europeas les resulta difícil de comprender en toda su dimensión y que a muchos de nosotros [los propios estadounidenses] nos ha generado hastío y recelos. No es una ambición de sueldos altos y bienes materiales, sino un sueño social que anima a cada hombre y a cada mujer a alcanzar la mayor dimensión de su capacidad innata, logrando el reconocimiento de la sociedad por lo que son, independientemente de las circunstancias fortuitas de su nacimiento o posición.”

Este ideal de democracia magna es una presencia constante en la vida estadounidense, cuyos ciudadanos lo asumen casi como una segunda piel. Defendido ya en los primeros escritos de los Padres Fundadores, incluyendo la autobiografía de Benjamin Franklin, hasta la propia Declaración de la Independencia de 1776 con su “derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, pasando por el preámbulo de la Constitución (“asegurar los dones inherentes a la libertad para la posteridad”) y el juramento de lealtad que recitan a diario los niños en los colegios: “Una nación, indivisible, con libertad y justicia para todos”. Desde el Huck Finn de Twain y el Babbitt de Sinclair Lewis hasta el Gatsby de Fitzgerald y los Ratones de Steinbeck, desde el Charlie Brown de Schulz, el Easy Rider de Hopper, el Miedo y asco de Hunter Thompson o el Solomon de la recién fallecida Toni Morrison, la cultura y la contracultura estadounidenses vuelven una y otra vez a ese Sueño Americano como una presencia obsesiva, como una espada de Damocles que obliga a correr sobre una cinta estática que no lleva a ninguna parte o como un doloroso lecho de Procusto en el que toca levantarse y acostarse.

El siglo XX es prolífico, de principio a fin, en literatura revisionista de ese ideal nacional, sueño dorado emersoniano para unos, lúgubre pesadilla darwinista para otros. Si en 1905 Edith Wharton le daba un buen repaso al Sueño Americano en La casa de la alegría, Henry Miller ajustaba cuentas al volver de París en la década de 1940, llamándolo Una pesadilla con aire acondicionado. Ralph Ellison lo abordaba en El hombre invisible, como Nathanael West en El día de la langosta, Amy Tan en El club de la buena estrella, Palahniuk en el Club de la lucha o, ya en 2003, Tama Janowitz su Payton Amberg. Un par de años antes la periodista Barbara Ehrenreich, química y experta en inmunología celular, dedicó 18 meses a compaginar trabajos precarios y lo describió en un ensayo mordaz que le daría la fama: Por cuatro duros. También a comienzos de siglo, en 2006, Barack Obama publicaba La audacia de la esperanza: Cómo recuperar el Sueño Americano y la campaña de Donald Trump en 2016 giró en torno al eslogan ‘Recuperar la Grandeza Americana’, es decir, regresemos al bendito Sueño.

«España carece tanto de la idea de sí misma como nación como de la cultura y contracultura que actúan como peso/contrapeso de esa filosofía nacional»

España carece tanto de la idea de sí misma como nación como de la cultura y contracultura que actúan como peso/contrapeso de esa filosofía nacional. Este verano hemos vivido el falso debate sobre la libertad de expresión en torno a artistas musicales censurados por el contenido de sus letras, polémica que sucede porque los politizados ayuntamientos españoles los contratan con dinero público. De no ser así, les tendrían que contratar empresarios en función de su éxito comercial. Este es solo uno de los cientos de casos representativos de una corrupción cultural endémica: literatura premiada indirectamente por los partidos políticos mediante el amiguismo, cinematografía paralítica sin autonomía financiera como para hacer una crónica cultural/contracultural del país, ensayos en su mayoría traducidos y una juventud desperdigada que se conforma con blogs y teatros locales y actividades de barrio. España es hoy el segundo destino turístico de Occidente y el país de la OCDE con más incidencia del turismo en su PIB. Quitando Inditex, multinacional española global con un concepto empresarial propio y único, la actividad productiva española es poco destacable que Aznar ante la pregunta en 2015 de un asesor de Obama, “Señor, dígame, ¿qué fabrica España?”, respondió al final airado: “Coches, coño, coches”, en referencia a las partes automovilísticas que se fabrican aquí para las grandes marcas extranjeras.

España es el país con más usuarios de teléfono móvil de Europa, cada uno de esos Smartphones importado, como eran extranjeros los móviles a través de los cuales me insultaban mis compatriotas en la mañana del 31 de julio por decir que el Sueño Español es un sueño de piso propio en el barro familiar para acarrear croquetas en un táper de puerta en puerta. Los jóvenes españoles que defendían el ‘Sueño Español’ me insultaban a través de la red social californiana Twitter, usando sus iPhones estadounidenses mientras consultaban el concepto de Sueño Americano en la empresa estadounidense Google a través del Internet que comercializó la Universidad de Stanford, otra empresa privada del mismo país que despreciaban. Los políticos españoles llevan meses obligándonos a leer noticias mortalmente aburridas sobre unas supuestas coaliciones ―falsas― entre los bandos inamovibles de la vieja Guerra Civil. España sigue siendo el único país de Europa, con Malta, incapaz de gobernarse con una coalición política entre dos partidos opuestos que hayan llegado a un compromiso. El gregarismo amiguista y enchufista, el corporativismo corrupto, la mentalidad de grupo que aborrecía Doris Lessing, el rasero intelectual a la baja, el parasitismo de empresas extranjeras imprescindibles en la era de la información, todo ello es incompatible con la idea de éxito y prosperidad individual férreamente protegida por leyes que ha convertido a Estados Unidos en primera potencia mundial. Josan me explicaba en Twitter el Sueño Español que yo, imbécil de mí, me estaba perdiendo: “Vivo a 2km de mis padres y mi hermano. Tengo casa en propiedad. Trabajo a 12km. Llevo 15 años en el mismo trabajo. Mi mujer trabaja a 300m de casa y nació a 7km de aquí. Voy a cenar o comer a casa de mi familia siempre que se nos antoja. No lo cambio por nada”. Oh, ¡albricias!, me dije al recibir la cascada de mensajes en defensa del sueño croquetero español. La derecha y la izquierda por fin de acuerdo. ¿Guerracivilismo corrupto? ¿Qué guerracivilismo?